Visiones de una ciudad más allá

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La muñeca (Relato en dos partes)

Segunda parte

3

Pablo abrió los ojos y encontró la pieza exactamente igual que antes de ponerse a soñar despierto: el mismo brillo, el mismo silencio, la misma paz. Pero aquellas sensaciones tan agradables habían desaparecido con su regreso a la realidad. Lo que sentía dentro, cual resaca de la embriagadora fantasía, era un aire pesado llenando sus pulmones y estómago. Y el hambre, que volvía a mostrar su existencia discreta pero inequívocamente. No obstante, el cuerpo permaneció inerte aún un tiempo más antes de que la mente de Pablo volviera a mostrar algo de actividad. Parcamente palpó el colchón a ambos lados, en busca del celular. Lo halló contra la pared; con un movimiento inapropiado se habría caído. Y al ver la hora en la pantalla no pudo evitar pensar que no era la primera vez que le ocurría lo mismo: que ciertamente era más tarde de lo que debía, pero no tanto como hubiera esperado. Días o semanas enteras de romance habían pasado por su extático magín en… veinte minutos. Y aunque ya no quedaba rastro de las sensaciones ya descritas, y que ahora sabía qué hora era, todavía no deseaba levantarse, ni veía motivo alguno para darse prisa en hacerlo. Aún se sentía cómodo, y su retraso en la oficina no le acarrearía ninguna consecuencia. No había un control estricto de la asistencia y de los horarios de llegada y de salida; cada oficina del Registro tenía su supervisor, pero éste no veía nada de malo ni de alarmante que un empleado llegara tarde un día a la semana o dos, o incluso que se ausentara de vez en cuando. De modo que una parte de la perezosa tranquilidad de Pablo se explicaba por la poca presión que sentía a cumplir su horario a rajatabla. Incluso por un instante consideró volver a sus felices ensoñaciones; sin embargo, algo imperceptible en el ambiente había cambiado, y al cerrar los ojos apenas sí pudo volver a tomar forma la imagen de Dalia, y con bastante esfuerzo. Y no hacía nada respecto al hambre que tenía.

Se levantó, diríase porque no tenía nada mejor que hacer. Ir al trabajo; lo de siempre. Le era tan prescindible tomarse la molestia de ir a trabajar como a cualquiera de sus colegas o de todo aquel que entienda de todo corazón a nuestro protagonista. Y, sin embargo, algo le faltaba a su día si no iba a la oficina. Llámeselo el último resto de sentido de «responsabilidad» o de «compromiso» con su trabajo, pero no le daba lo mismo ir que no ir. Y no iba a quedarse toda la mañana en la cama, como un enfermo. ¿Qué iban a pensar sus padres, y qué iban a decir sus hermanas cuando se enteraran? No perdía nada yendo a justificar su sueldo un día más. No se le ocurría qué hacer como alternativa, si salir de su casa, adónde ir…

Eso sí, tardó sus buenos segundos en incorporarse, hacer a un lado la sábana y apoyar las plantas en el piso. Y, cuando lo hizo, como un asunto que no viene a cuento, recordó que tenía una fotografía de Dalia en la computadora del box número dos. Y aceptó que no había remedio, que se la llevaría como un tesoro, que pasaría a pertenecer a su recuerdo de manera permanente, esto es, que ya no iba a querer olvidarla.

De ninguna manera le ocurría lo que con otras féminas que pasaban tan sólo un instante por su vida, como cometas, y cuyas imágenes no perduraban más allá de unos minutos de desvelo.

Se bañó con menos ganas que aquellas con las que se había levantado. Se frotó la piel con negligencia, sin ánimo. Y cuando salió y vio su empapado reflejo al espejo, y una franja de filamentos que colgaban tímidamente de su mentón, no se decidió a afeitarse. La costumbre le indicaba que era el momento (a él le gustaba ir siempre afeitado; la barba no le sentaba bien y, en todo caso, nunca llegaba a ser tupida), pero su falta de energía le decía que para qué molestarse. Así, a Pablo le dio igual que le hubiera crecido un poco el vello facial, y que no se viera «prolijo» a su propio juicio, pero sólo hasta cierto punto. «Bueno, si la volviera a ver —pensaba, sin haber podido expulsar al fantasma de Dalia de su mente—, más me valdría estar bien afeitado y peinado, perfumado…» No obstante, él mismo se encargaba muy rápidamente de desechar tan vanas ilusiones. «Pero, ¿qué chances hay de volverla a ver… más que en mis sueños?»

Y, sin embargo, varias de esas neuronas que en la víspera habían estado tan inquietas, tan hiperactivas, se iluminaron, y le trajeron a la mente (o así es como se dice que surgen los pensamientos) una idea inaudita; algo que quizás nunca en la vida se le hubiera ocurrido de no haber existido Dalia.

«A menos que vayas a verla con cualquier excusa. Después de todo, tenés su dirección. Alguna forma se te tiene que ocurrir.»

Sus ojos se abrieron como platos; su pelo mojado y los goterones que de él caían se suspendieron momentáneamente en el aire y refulgieron en el diminuto baño, acariciando con su brillo la cerámica blanquecina de los azulejos, y hasta los filamentos de la barbilla, aun breves como eran, se le erizaron.

Se preguntó qué tan suya era esa idea. No era una idea a la que él había llegado por voluntad o esfuerzo propio, aguzando el magín, como cuando uno pretende resolver un problema o responder una pregunta. Pero no le importó demasiado el misterio, al sentir la inmediata inyección de ánimo. De pronto se consideró a sí mismo capaz de hacer algo osado, de seguir un sueño (un sueño que era la ampliación de una fantasía solitaria); de pronto se sentía capaz de reunir valor, algo de lo que, aunque nunca lo había admitido, solía carecer. Quizás subestimaba el valor necesario para ir en busca de Dalia e intentar ganársela; respecto de esto sólo puedo especular.

Prestó atención a la ropa que se puso, y se aplicó más desodorante que lo normal, aunque a él le parecía innecesario, excesivo.

Salió de su casa con renovados bríos, balanceando bien los brazos, un poco como el acompañante de Dalia, pero esto él no lo advirtió. La ciudad no mostraba nada nuevo camino de la parada del colectivo. Y no bien se sentó junto a la ventanilla, pensando en Dalia y en su «idea», notó que el mudo optimismo del que estaba imbuido al salir había desaparecido sin dejar rastro, como si se le hubiera caído de los bolsillos durante el breve trayecto a pie de la casa a la parada. Su imaginación ya no concebía citas ni frases ni escenas románticas, ni cómo la presentaría a su familia, ni cómo viejos amigos y conocidos y vecinos del barrio lo verían de la mano con semejante belleza… Por momentos procuraba pensar en cómo habría de poner en práctica su «idea», mas, ahora que el valor se le había evaporado de la sangre, la llama de su deseo apagádose, y la última pavesa de éste dispersada por el viento, le parecía un despropósito. «Pero, ¿cómo voy a hacer? ¿Llegar hasta su casa y decirle qué? Y eso si la encuentro, y si no está con ella… ese tipo.»

Quizás el cansancio de la mala noche de sueño y la apatía de su existencia «gris, rutinaria y monótona» habían prevalecido sobre el poder de los sueños, de la fantasía, de la magia y del amor, haciendo añicos ese mundo idílico y perfecto que su «febril imaginación» había configurado bajo influjo de un ardiente y desesperado deseo.

Clara no le preguntó qué le había pasado, para haber llegado casi tres horas más tarde del inicio del horario de atención. Fernanda ocupaba el box número cuatro, y junto con Clara se había encargado de dar curso a todos los trámites del día hasta el momento, a tal punto escaseaba la actividad en la jornada.

Pablo hizo una copia de la fotografia de Dalia y se la envió a sí mismo por correo electrónico. Aprovechó la ocasión para repasar los datos que había ingresado en el formulario. Entre dientes intentó pronunciar el apellido impronunciable: «Dzjachs». Al tipo de la víspera no le había costado pronunciarlo; se notaba que lo tenía practicado. Contempló las huellas dactilares como si se tratase de jeroglíficos conocidos; deseó que Dalia se las imprimiera invisiblemente en la piel. Leyó la dirección, y no la reconoció. Lo mismo que con los nombres y los apellidos, los recordaba si le llamaban la atención por lo raro o curioso; caso contrario, los borraba inconscientemente de la memoria. Anotó la dirección en un papel que luego metió en el bolsillo; acto seguido, abrió el mapa en línea de la ciudad y buscó allí la dirección. Descubrió que no estaba tan lejos de su casa; aún así, no tenía idea de cómo viajar, de qué colectivo lo acercaría. Ahora la «idea» se le antojaba realizable, aunque no menos descabellada. De momento, estando aún lejos de decidirse por poner en marcha un plan, se distraía y entretenía analizando los pormenores a considerar a priori. Ya que no tenía la mentalidad de un cazador, que sale con lo que ha de necesitar, al menos iba a entretenerse (y, por qué no, fantasear un poquito más) planificándolo todo, como si de una operación militar o de inteligencia o logística se tratase.

Así que iba pergeñando un plan que no se atrevería a ejecutar por mero entretenimiento, para rellenar un tiempo al que mataba la ausencia de tramitadores. En principio, tenía dos opciones de transporte que lo dejaban cerca: un colectivo que pasaba a tres cuadras de la casa de la chica, y otro que pasaba a cinco. Por otro lado, a diez cuadras se encontraba una estación del ferrocarril… etcétera. Se vio a sí mismo en un punto en la nada, llegando en el primero de los colectivos a aquel barrio en el que probablemente jamás había estado (razón por la cual tuvo que inventarle un aspecto, casas, edificios, veredas) y enfilando sin demora rumbo a la calle donde vivía Dalia. Era tarde y ya había empezado a oscurecer; había decidido hacer su visita después del trabajo. Por qué se imaginaba unas calles en penumbras él no lo sabía. Quizás inconscientemente se figuraba que el mejor momento del día para ejecutar el «plan» era al anochecer, o tal vez estaba mezclando su imaginación con el recuerdo de haber hecho una visita así a esa hora. Pasaba inocentemente por la vereda de enfrente, y echando un vistazo disimulado a medias lograba columbrar la figura de la muchacha a través de la ventana. O se topaba con ella en la esquina o a cincuenta metros de la puerta. Pero se daba cuenta nuestro soñador de que hubiera sido un tanto raro que Dalia tropezara con él y lo reconociera a esa hora; entonces hacía que fuera de día. De día uno tiende a ser menos suspicaz que de noche, menos desconfiado, y es más fácil explicar qué hace uno lejos de casa; uno puede suponer que de día es más creíble aquello de «simplemente pasaba por acá», que es una casualidad, etcétera. No obstante, dado que se estaba yendo de tema, Pablo apartó esa incómoda e innecesaria escena de su mente, y volvió a dar un salto en el tiempo hacia el futuro. Volvía a ser tarde, pero ahora caminaba junto a Dalia; la acompañaba de regreso de una cita. No tenían prisa alguna. Ella estaba feliz, prendida de su brazo, la cabeza reposando en su hombro, enamorada, y él estaba lleno de la orgullosa satisfacción de estar haciendo su trabajo: mantenerla feliz. Y ahí estaba, ese era el umbral en el cual se iban a dar el primer beso. Se detenían allí mismo, frente a la puerta, y prolongaban la despedida con besos, caricias, roces y frases de la más dulce banalidad. Finalmente, tras una larga demora, ella abría la puerta y una intensa luz cálida de pronto los bañaba, como en un sueño que él había tenido; en una variante de la escena, se asomaban detrás de una pared los padres de la chica. A partir de ahí, lo más sencillo era imaginar que Dalia lo presentaba a sus padres, etcétera. Pero deshizo esa parte, y pasó a la otra variante del ensueño, en la cual Dalia le rogaba amorosamente que se cuidara, que llegara bien a su casa. Y él se marchaba a la parada del colectivo; la calle estaba desierta, tan tarde se había hecho…

Alguien se interpuso entre él y el punto invisible, deshaciendo el bello sueño abruptamente, y se permitió sentarse delante de él.

Cuando se fue el último tramitador, y volvió a quedarse solo en el box, Pablo no retomó su juego imaginario. Sí echó un par de miradas a la foto de Dalia que ahora tenía en el celular, como para consentir a sus ojos, pero no se le ocurrió volver a soñar con la joven. Incluso le pareció que había pasado un largo tiempo desde la inusual escena, y no un día. Tampoco se dedicó a sumirse en fantasías luego de abandonar la oficina, ni durante el regreso en colectivo, como si hubiera olvidado sus sentimientos. ¿Tan intensas eran las fuerzas que distraían su atención de un sentimiento que él creía tan fuerte, que disipaban sus energías? ¿Tan vulnerable era su adoración al peso de la rutina? ¿O tan veleidoso era su corazón, que, queriendo cualquier cosa, no se compromete a nada?

No fue hasta la hora de dormir que Pablo recuperó la memoria, por así decirlo, y se arropó en una ilusión perdida, irreal, fuera de lugar. No eran las once y la habitación ya estaba a oscuras. De pronto había perdido las ganas de hacer nada, ni siquiera estarse echado, mirando el celular, cosa que requiere una ínfima fuerza de voluntad. Tampoco estaba planeada la nueva sucesión de imaginaciones que protagonizaban Dalia y una versión idealizada de sí mismo; éstas brotaron detrás de una pregunta que silenciosamente Pablo se hizo: «¿Qué estará haciendo ahora?». Seguramente estaba en su casa. Quizás vivía con sus padres; quizás tenía hermanos; una hermana, por lo menos. Tal vez tenía una abuela, un abuelo… que ella cuidaba amorosamente… Sí, ¿qué dudas podía haber de que tenía una personalidad dulce y agradable?

Tal vez estaba terminando de cenar, pero, igual que él, no tenía sueño. Acaso pasaría un rato en la cama, igual que él, charlando con la hipotética hermana, escuchando música o leyendo un libro —todas cosas que él no hacía—. Cualquiera fuera la cosa que estuviera haciendo aquella apacible noche, en la que llevaba adelante su vida como siempre, no sospechaba en lo más mínimo que, en otro barrio de la ciudad, alguien pensaba en ella, soñaba con ella, anhelaba hacer permanente su existencia para ella.

Y una vez más la fantasía se apoderaba de él, disponía un escenario y convocaba a los protagonistas, y dirigía sus acciones.

Así, delante de sus ojos, en el espacio entre la feliz película lacrimosa y los insomnes párpados, se volvía a proyectar el rostro enamorado de Dalia. El entorno era genérico y mutaba constantemente, sin llegar a tomar una forma o aspecto definitivo —no había presupuesto mental para construir uno en particular—. Pero el tierno agradecimiento de la joven permanecía; su afecto posible hacia él no había hecho más que acrecentarse durante el tiempo que él estuvo viviendo la vida real.

¿A qué dedicaría su tiempo? ¿Qué hacía de día, mientras él trabajaba u ocupaba las horas que se extendían entre el regreso a casa y la hora de cenar? ¿Tendría ella sus propios sueños? Era muy probable que sí. Después de todo, ¿no tenemos todos sueños? Sé que hay quienes creerán que no, que viven sin sueños, pero yo quiero creer que tienen sueños dormidos, no muertos, que quedan machacados bajo el peso de la rutina, o que han sido enterrados vivos por las circunstancias que se nos cruzan en «este presente vivo que nos habita», por un evento drástico, incluso irreversible… ¡Pero no han muerto! A lo sumo han quedado reducidos a fantasmas de sueños, que parecen no servir para nada. Por lo cual ¡hay que volver a infundirles vida! O cobijar un nuevo sueño, sin aplastarlo bajo la almohada ni ahogarlo con las mantas. Pero me estoy yendo por las ramas…

Probablemente Dalia trabajaba, o eso se planteaba Pablo. Quizás era una de esas beldades que a veces nos sorprenden mirándonos con ojos soñadores y dulces sonrisas desde el otro lado de un mostrador. O estudiaba una carrera —a su edad es bastante común— y, a la hora en que él salía para la oficina, ella ocupaba asiento en un aula, llena de ilusión, de fe en el futuro… O tal vez tenía otra ocupación, como la de ser, por ejemplo, modelo. Esto era totalmente esperable de una mujer tan atractiva. Aquella ocurrencia le llevó casi instantáneamente a preguntarse: ¿Cómo sería salir con una chica tan hermosa, y descubrir que es una modelo? Tendría dinero; se presentaría a cada cita con un atuendo distinto; tendría un gusto exquisito, refinado, para la moda, y para todo aquello que hace al cuidado personal… Pero no sería una mujer frívola, ¡de eso ni hablar! De hecho, ella le probaría a todo aquel que la llegara a conocer siquiera un poco que es falso el estereotipo de la «belleza hueca», de la mujer que no está acostumbrada a pensar, que vive al margen de toda actividad intelectual. Sí, el problema es que mucha gente es demasiado rápida para juzgar. Si al menos mantuvieran la boca cerrada hasta tanto se decidan a conocer al prójimo…

El día siguiente se pareció al anterior, salvo que volvió a levantarse a la hora de siempre, que no era una hora específica sino más bien un rango horario que iba de las ocho y media a las nueve y media. De a poco Pablo iba recuperando la rutina; la conmoción de su fuero interno parecía haber pasado, dejando esporádicas secuelas en forma de ensoñaciones como las que describí más arriba, pero pasajeras, menos intensas, menos apasionadas, si cabe el término. Sólo recordó a la «muñeca» por la noche, cuando abrió desde su celular la foto que iba a aparecer en su flamante DNI. Y una especie de relámpago mental cayó delante de él, golpeando algunas neuronas (in)convenientemente conectadas.

Quería verla de nuevo.

Le era raro de pronto ser consciente de que estaba a un tiempo dispuesto a resignarse a dejar pasar su anécdota a un largo camino rumbo al insensible olvido, y a insistir en su deseo de verla de nuevo, de conocerla. Esto último era el «reclamo» que algo dentro de sí —una parte de su conciencia, de su subconsciente, de su inconsciente, no lo sé con certeza— le hacía por medios fisiológicos.

Pero él desoyó ese «reclamo», dejando que se ahogara con la primera rotación de su cuerpo.

Y al otro día… no fue a trabajar. Porque era sábado. Estuvo todo el día en su casa; casi sería más exacto decir que lo pasó en su habitación. Era una mezcla de pereza y apatía lo que lo mantenía sujeto a la cama, a la silla, a la pantalla de la computadora y del celular. Y dudas acerca de sí mismo, que lo paralizaban a la hora de emprender cualquier acción. Esas mismas dudas apartaron a la «muñeca» de su mente casi todo aquel día. Fugazmente pasó por su memoria aquel individuo cuya existencia había querido (y logrado) negar. ¿Y si resultaba ser su novio? Su prejuicio lo veía como lo que en la tele y en las películas llaman «un patán». Pero pensaba también, ¿no le gustan a las mujeres los «patanes»? Por alguna incomprensible razón, ese era tristemente el caso. Y no se podía anular ese hecho por más que él lo deseara. A lo sumo, Pablo podía seguir olvidándolo, ignorándolo. Y así lo hizo.

El domingo fue una prolongación del sábado, tanto fue así, que quizás ambos fueron un solo día, con una puesta y posterior salida del sol en el medio. Ninguna de ambas fue vista por Pablo, desde su habitación sin ventanas. Las hermanas visitaron la casa aquel domingo. No tardaron en darse cuenta de que algo ocurría con el hermanito menor, quien, si bien no era de salir, no era debido a un comprensible cansancio, sino por algún fenómeno misterioso y desconocido que le atañía o le afectaba. Incluso sospecharon que, si él no hablaba de ello o no lo dejaba ver con claridad, era por haber algo muy personal involucrado. ¿Y qué podía ser tan «personal» y «secreto», si no un asunto amoroso? Sí, la buena vista de las hermanas y su infalible intuición les sugirieron que aquellas extrañas huellas de intranquilidad en el rostro del hermanito y su falta de actividad eran el reflejo visible de un corazón atribulado. No obstante, y sumado al hecho de que no compartieron sus impresiones mutuamente, las hermanas no hicieron comentario alguno al respecto con el que comunicaran sus sospechas, y se limitaron a preguntarle en más de una ocasión «¿Te está pasando algo?», o decirle «Estás raro». Como uno supone que es de esperar, Pablo no dijo nada que lo comprometiera. Pero por dentro —ingenuo de él— se sorprendió de que sus hermanas hubieran leído su expresión como palabras en un libro.

Por la tarde, mientras la luz natural se escapaba lentamente por la puerta y unas sombras anchas desplegaban sus alas, desperezándose en el cielorraso, Pablo se vio soñando felizmente con Dalia, sonriendo leve pero decididamente, llegando incluso a sentir la infinita alegría del amor correspondido en su pecho, inflándolo con un aire cálido, del que lo aligera a uno, del que le permite volar… Se vio soñando con una versión encantadora de sí, amable, atractiva, segura de sí misma, sabedora de qué hacer y qué decir en cualquier momento y situación… todo mientras yacía postrado por la fatal enfermedad de los soñadores… como si ese sí-mismo que conquistaba a Dalia (y era capaz de conquistar el mundo entero con un movimiento de la mano) viviera a un universo de distancia. Y no tenía por qué ser así. Quiero decir, las escenas mentales que conformaban una historia contada episódicamente, sí, eran felices, y le llenaban el alma de alguna manera, pero ¿por qué no tratar de hacerlas realidad, para que no se esfumen con la apertura de los párpados? Incluso —le hubiera dicho yo—, si alguna vez se confirmaba que Dalia tenía novio, y nuestro protagonista pasaba a considerarla fuera de alcance, ¿por qué no conocer y acercarse a otra señorita, una que estuviera soltera?

¿Cuál es el propósito de soñar, si no el de establecer los fundamentos de un «proyecto de vida», y de encontrar la inspiración y la fuerza interior para llevarlo a cabo? ¿Cuál es el propósito de soñar, cuando uno puede ir en busca de hacer realidad sus sueños?

¿Por qué desperdiciarse en fantasías de un mundo privado, cerrado y personal, en lugar de participar de la vida exterior?

¿Para qué encerrarse y aislarse obstinadamente en una fortaleza, o en el fondo de un laberinto invisible?

Los soñadores crónicos son los que deberán tener las respuestas a todos estos interrogantes.


El lunes Pablo sí fue a la oficina. No fue feriado ni hubo paro. Conforme a la tendencia, sus ensoñaciones ya eran menos frecuentes. Pero todavía de vez en cuando le echaba un vistazo inspirador a la foto, y no olvidaba la dirección donde Dalia vivía.

Con el correr de los días, sin embargo, su afición no desapareció del todo, sino que se mantuvo en un cierto nivel. Ya no miraba a otras mujeres; después de Dalia le eran poco menos que indiferentes. Al sentarse en el box, veía delante de sí, a través del biombo de acrílico la silla que ella había ocupado. Y hasta conservaba la portada del manual de uso del freezer de Amalia con los absurdos garabatos en tinta azul. Ahora estaba archivado en su escritorio en honor a lo imprevisto; una forma de preservar el paso de Dalia por la oficina. Las dalias lo saludaban cada mañana desde la pantalla, y ahí permanecían todo el día, haciéndole silenciosa compañía durante la jornada, y se despedían de él al final de ésta.

Y cada tanto le asaltaba un pensamiento veloz: ¿Por qué no intentar verla de nuevo? No podía haber nada de malo en ver —solamente ver, en su acepción más simple— a Dalia. Ni siquiera estamos todavía hablando de buscarla, de encontrarla e interactuar con ella. Se puede ver a alguien a la distancia, desde la vereda de enfrente, o a través de la ventana. Además, sabía dónde vivía y cómo llegar a su casa; ¿por qué no habría de darse una vuelta por allá?

Descrita la situación en estos términos, no sólo parecía tentador, sino fácilmente hacedero. Pero cada vez que en su mente surgía el tema, dos posiciones opuestas pugnaban entre sí por imponerse. Una de ellas, cuyos fundamentos se hallaban en lo profundo de su psique, trataba de disuadirlo haciendo aflorar a su conciencia la opinión de que era un despropósito, de que era innecesario, excesivo.

La otra posición era la que había ganado espacio en su fuero interno, y que, si bien daba la sensación de haberse originado con la irrupción de Dalia en aquella diminuta existencia, tal vez siempre había estado ahí, latente, refugiada en los instintos en desuso, o bajo capas represivas de la personalidad (pero, a Dios gracias, no soy psicólogo…). Esta otra posición, como ya señalé, alentaba a Pablo a poner en marcha el «plan» de marras; se hacía espejo y le mostraba una imagen idealizada de sí mismo: valiente, decidido, dispuesto a hacer lo que hiciera falta.

Y así, una opinión sucedía a la otra; y digo «opiniones» porque no había argumentos; los argumentos eran secundarios en este asunto, aunque las opiniones pretendieran sustentarse en ellos. Sólo existía el interrogante: ¿hacer o no hacer? Y a veces Pablo se sentía inclinado a decantarse por una opción, y otras veces, por la otra. Pero nunca tomaba una decisión definitiva, en parte porque esa interminable discusión interna se acallaba de repente en la inmediatez de los pensamientos que la experiencia diaria traen espontáneamente y sin cesar.


4

Pasó un tiempo.

Cuánto tiempo: no lo sé… Podría decirse que unos pocos días.

La sala de espera se había despoblado por completo, cosa que se sospechaba tratando de mirar a través del cristal con una franja esmerilada que la separaba de la oficina propiamente dicha, donde se hallaban los boxes.

¿Qué había de particular ese día? Nada. Nada de nada, a decir verdad.

Pero ese día lo decidió o, mejor dicho, se movió para por fin hacer aquello.

Contrario a lo que mucha gente pueda pensar, no se necesita una gran fuerza de voluntad o un poder excepcional de decisión para emprender un proyecto o un «plan». Todo lo que se debe hacer es emplear la energía necesaria para completar el primer paso, olvidándose de todo lo que hay delante, y eso hará más fácil dar el siguiente paso, y el siguiente a ese…

Así, el acto de ponerse en marcha no le llevó a Pablo un gran gasto de energías mentales, ni preocupación alguna por el rumbo que habría que tomar como resultado de sus acciones. Simplemente se puso de pie, dando por concluida la jornada laboral, recogió sus cosas y se retiró tranquilamente. Desde luego, él sabía que no se dirigía a su casa, pero tampoco pensaba en su destino (en ninguna de sus acepciones). Saludó a Clara y a Fernanda, y rápidamente desapareció tras la sala de espera. Saliendo al inmenso hall de la estación del ferrocarril esquivó hábilmente al empleado de limpieza que justo barría el piso alrededor de la entrada a la oficina. Una marea de gente atravesaba el hall de un extremo al otro, desplazándose entre los andenes y la monumental entrada. Y, sin ver a nadie, sin reparar en ninguno de los viandantes, Pablo salió.

Ningún pensamiento en particular ocupaba su mente… igual que cada día, sólo que esta vez él no era consciente de este hecho. Tan solo andaba con paso ligero y extrañamente decidido; pasó por el puesto de flores, pero esta vez no detuvo la mirada allí, y la dueña no lo reconoció como el joven desgarbado y de mirada extraviada que se perdía en las dalias. Siguió derecho y divisó, a treinta metros, la parada del colectivo… y el propio colectivo llegando, el que lo dejaba más cerca de la casa de Dalia.

En esa situación fue que una duda minúscula y pasajera lo atravesó. ¿Correrlo y subir a toda prisa o dejarlo ir tranquilamente y subir al próximo? ¿Había alguna diferencia? Sí, una imposible de adivinar para quien no conozca el alma humana o no haya pasado por tal situación. Porque algunos necesitan apresurarse antes de que la más mínima demora les haga cambiar de opinión (hay quienes verían en dicha demora una «señal»), mientras que otros, los más decididos, o los más testarudos, siguen adelante sin hacer caso de «señales». Pero Pablo, que iba con la mente tan anestesiada, no pensó en señales ni en nada, y sólo atinó a actuar, a correr un poco, sumándose a la fila del colectivo a último momento.

El viaje duró su tiempo, estirado un poco por la mente de nuestro protagonista. De a poco volvió en sí y cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo en el sentido de que tendría implicancias, sobre todo cuando supuso que estaba acercándose a su destino. Prestó más atención el entorno aguzando la mirada, y tensó los músculos de las piernas.

Atardecía cuando bajó. La visibilidad era muy buena —no como en la mayoría de sus representaciones imaginarias—, pero el sol ya llevaba un rato bajando, y ahora, con los bordes encendidos, parecía disponerse a aterrizar en la terraza de un edificio a lo lejos. Quizás por eso, sin que arquitectónica o paisajísticamente un barrio residencial sea muy distinto de otro, la calle lucía harto diferente a lo que él había imaginado tantas veces. Había poca gente en la calle; de eso él se dio cuenta rápidamente.

Localizó con la vista el nombre de la calle donde vivía Dalia (empezaba con C). Dobló la esquina y enfiló por dicha calle, mirando los números desfilar ante sus ojos, cómo éstos disminuían, acercándose al número indicado.

Muy pronto se vio en la esquina de la cuadra indicada. La casa de Dalia debía estar a unos treinta o cuarenta metros. Hizo un alto súbitamente. Advirtió que su respiración se había acelerado, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico. Miró hacia adelante, tratando de divisar algún movimiento en la casa de la joven. Sólo vio una figura masculina, ancha de hombros, vestida con una musculosa negra y bermudas, saliendo de una vivienda y marchándose con un objeto difuso en una mano. Un viento fresco sopló desde detrás de Pablo; no hacía calor como para andar de musculosa y bermuda. Las dudas que tanto había experimentado durante los días previos, y que tanto habían brillado por su ausencia al momento de ejecutar los primeros pasos del «plan», ahora se hicieron presentes en toda su magnitud. ¿De verdad había ido allá, a ver a alguien que no se suponía que fuera a volver a ver? Y, aparte, ¿con qué fin?

Sí, en un segundo se vio a sí mismo parado en la esquina ventosa y atardecida… ¡por una locura! Y no era una visión halagadora de sí mismo.

Y, sin embargo, ya estaba allí.

Recordó que una de las «opiniones» a favor del «plan» era que no podía haber nada malo en darse una vuelta por ahí… y ver. ¡Sin consecuencias! Así que dio un paso adelante; tragó saliva y, viendo que no pasaba nada, dio otro más.

Sus pensamientos volvieron a suspenderse por unos instantes; sus sentidos se aguzaron, pero se desconectaron de la mente racional que analiza la información que aquéllos recogen. Otra vez arrastró la mirada por las paredes, posándola de número en número. Iba por la mano correcta: los números eran todos impares.

Pasó junto al umbral techado y amplio de un edificio con puertas acristaladas, luego frente a la puerta de roble de una gran casa, luego frente a una verja negra tras la cual se extendía un diminuto jardín y, al otro lado, una casita celeste, con tejado… Con cada paso iba aminorando la marcha, como temeroso no se sabe si de pasarse y no hallar la vivienda de Dalia, o de justamente hallarla. Pasó junto a la entrada a otro edificio, en cuya planta baja había una ferretería… y, más adelante, una casa de pared azul claro, una puerta azul oscuro y una ventana con el marco del mismo color. Vio de reojo el número. Ese era.

No se detuvo, sino que siguió andando muy lentamente; su corazón dio un respingo y pasó a latir con fuerza.

¡Ah, ese era el lugar! Pero no había nadie; Dalia no estaba allí.

Diez metros más allá de la puerta oscura, Pablo frenó la marcha. Ahora que la efervescente emoción había pasado, decidió que no le había bastado simplemente haber pasado por allí de la manera en que lo había hecho. Era muy poco para todas las molestias que se había tomado.

Pese a que acaso nadie lo estaba viendo (tal vez yo, pero yo no cuento), movió la cabeza de manera tal que cualquiera que lo hubiera visto hubiera creído que acababa de darse cuenta de que había olvidado algo. Acto seguido, dio media vuelta y deshizo su camino igual de lento que como había llegado. Esta vez fue más lento y disimulado. Quería al menos atisbar el interior de la casa. Andaba fingiendo que buscaba una dirección en particular con propósitos inocentes, y sólo su paranoia lo observó. Vio la puerta oscura aproximarse… giró un poco la cabeza (no le iba a alcanzar lanzar una mirada de soslayo)… se le acercó la ventana…

Tras ella, unos destellos cayeron, dando forma a superficies de color en una estancia medio en penumbras. Una lámpara se encendió en un rincón lejano, arrojando una rojiza lumbrarada a través del espacio. Pablo entonces miró directamente, convencido de que no había nadie.

Y en sus retinas se grabó la muchacha, de frente.

Nuestro protagonista, naturalmente, se sobresaltó. De alguna manera imprevista, la joven había tomado forma en la habitación, de pie detrás del cristal.

Él pudo haber vuelto la mirada instintivamente y alejádose a toda velocidad, pero notó que el súbito encuentro no había alterado el semblante tranquilo de Dalia. Esto le dio valor para mirarla a los ojos; ella lo miró a él sin pronunciar palabra; ahora sí que no parecía haber nadie más en la umbrosa estancia. Él alzó tímidamente la mano y la saludó:

—¡Hola!

Su voz no se oyó dentro ni fuera de la casa; ese «hola» salió en un hilo de voz, a tal punto le faltaba el aire a Pablo. No obstante, Dalia sonrió simpáticamente, como siempre. Sus dientes perlados relucieron mucho más que la lámpara del rincón, oscureciendo aún más las sombras y apagando los tonos desparramados en la habitación. Quedaba el interrogante de si ella lo había reconocido.

—¿Cómo estás?

Pero ella no pareció escucharlo. Él volvió un momento la cabeza a un lado. El sol ya se ocultaba detrás de los edificios. El hombre de la musculosa negra no regresaba. Algo —vaya a saber uno qué— le inspiró una especie de prisa, un deseo de redoblar la apuesta, no fuera a ser que alguien o algo les interrumpiera el momento. Comprendiendo que no se debe abusar de la fortuna, no se tomaba el tiempo de asombrarse de lo que estaba sucediendo.

Desde la vereda, le señaló la puerta, en una clara solicitud de que le abriera. Dalia se le quedó mirando; tardó un instante en comprender. Acto seguido desapareció, casi al tiempo que la puerta se abría con un chirrido muy débil, de leve déficit de engrase.

La muchacha apareció en el umbral. Vestía una blusa blanca como la nieve y una falda de un gris parduzco.

—Hola, soy del Registro Nacional de las… ¿Te acordás de mí? Quería ver si ya habías recibido el DNI.

Dalia se llevó un dedo al mentón y pensó. A Pablo ese inocente gesto se le antojó particularmente hermoso.

—¿Del Registro?

—Sí, del Registro, ¿te acordás?

Extrañamente, en principio, Pablo no se dejó desilusionar por el hecho de que la «muñeca» no parecía recordarlo; quizás el olvido no era personal —esto es, no era él quien era perfectamente olvidable o indigno de atención—, sino que alcanzaba también a los eventos del día de marras, al trámite de necesidad discutible o, cuando menos, misteriosa, acaso incomprensible. ¿Estaba de frente a una persona sin memoria, una especie de «anti-Funes», que no podía recordar aún lo ocurrido hace un segundo? (¿Es que gente así puede salir al mundo desde la cabeza de un lector?) Era todo un caso, pero Pablo no estaba por el caso, sino que había acudido, como bien sabemos, obedeciendo al «reclamo» que le hiciera el lado oscuro de su conciencia.

Pero todas estas ideas se hallaban lejos de su mente, estando él finalmente frente a la joven con la que soñara tantas veces en el espacio de pocos días…

—Entonces… todavía no recibiste el DNI, ¿verdad?

Súbitamente (otro extraño acto de aparición de la lucidez a la que él mismo estaba desacostumbrado) se le ocurrió mostrarle cómo era un documento de identidad: el suyo propio. Rebuscó nerviosamente, con una prisa instintiva, en su bolsillo. La billetera tenía bastante plata; no sabía él cómo gastar lo que ganaba, aunque no fuera mucho… Y, aplastada entre billetes doblados y el cuero, su DNI. Con los cinco dedos lo tomó, enseñándoselo a la chica.

—Esto —dijo. ¿Tenés uno igual?

Dalia le dirigió una mirada atenta, por no decir azorada, al rectangular objeto de plástico. Era exactamente como si no hubiera visto uno antes.

Por fin, la joven negó con la cabeza leve pero decididamente.

—Ya veo. Bueno, sólo quería saber cómo venía el trámite —todavía intentó justificarse el joven.

La chica se le quedó mirando en silencio. Cuánto hubiera dado Pablo para que ella le hablase una vez más con esa voz hipnótica que le había oído en la oficina… Sí, en cierta forma le urgía oír su voz, o, mejor dicho, aquella misteriosa música ejecutada con las cuerdas vocales. Pero ella y su música parecían resistirse a sus deseos, pues no respondían a sus preguntas, como evadiendo la conversación, o evitando implicarse en ella. Pero, ¿por qué alguien haría aquello de esa manera en particular, y no de otra?

Pablo, esperando una respuesta verbal de la chica, escrutaba su rostro, ahora que no había impedimento alguno para hacerlo. Y sólo ahora que, aunque sin tanta ayuda de la luz natural, que presta ya se retiraba de las moléculas que componen el aire, contemplaba las facciones y señas particulares de la joven en detalle, veía que su aspecto era… no perfecto, pero sí casi perfecto y, por lo tanto, y entre otras cosas, inusual. Pero esa cuasi perfección la ponía lo mismo al borde de lo humano, o más allá de lo humano, y ahora, sólo ahora, mirando con máxima atención, desafiando a sus hambrientos ojos a saciarse de una apetitosa y deliciosa visión, lo notaba. Y, alrededor del rostro de la joven, como un misterioso e incidental nimbo que de pronto se encendiera, notó que las luces del interior de la vivienda se habían apagado, salvo por el débil destello rojizo al fondo, probablemente proveniente de uno de los pasillos de la planta baja.

—¿Estás sola? —preguntó él de repente, y él mismo se sorprendió de lo que se le acababa de ocurrir.

Dalia dio media vuelta y atisbó el umbrío salón tras la puerta entornada.

Y soltó una gentil nota de la melodía de su habla:

—Sí…

—Y… ¿quisieras tomar algo?

Dalia se encogió de hombros a la vez que sonreía, gesto en el que Pablo vio una reacción genérica, pero en la que quiso ver complacencia y gusto por su invitación, e incluso algo de la timidez característica de las jovencitas ingenuas e inexpertas.

Le palpitaba el corazón, y la adrenalina recorría sus extremidades con un hormigueo eléctrico… ¿Era la emoción de enfrentar o asumir su deseo de una vez, o su inconsciente reclamando actividad? Sus procesos mentales se aceleraron vertiginosamente, haciendo que aquella percepción que llamamos «tiempo» se suspendiera en el aire, en el salto entre dos segundos… Un espectro veloz como un rayo pasó delante de sus ojos, y al no tener forma le dificultó a Pablo reconocerlo. Y luego, ¡zas!, otro espectro, parecido al anterior, pero dos años y medio mayor que aquél. Y otras figuras danzaron frenéticamente en la calle, que había quedado reducida a un espacio mental carente de materia, apenas reconocible por medio de los sentidos, como el de sus felices ensoñaciones, disimulando la venida del atardecer, pues removían en el aire las partículas de oscuridad… Y fue muy rápido que Pablo asió con la mente aquellas figuras y les dio una identidad y una interpretación, mas no un sentido. Después (pero, a la velocidad de sus procesos mentales, fue prácticamente en simultáneo), cazó al vuelo a ambos espectros fugaces, mientras el ambiente a su alrededor mudaba de apariencia constantemente y el hormigueo eléctrico se hacía más intenso, casi insoportable. Con una mano imaginaria, irreal, se apartó el hormigueo de encima, y también las palpitaciones, y la niebla que cubría sus ojos, y lo que quedó fue el deseo puro, la desesperación, las ansias, la envidia a las «parejas felices», la decepción, el dolor, el ingenuo resentimiento; todo ello puro, sin un sujeto físico que lo experimentara. La manifestación física de sus pensamientos y sentimientos pronto se vieron acompañados por los espectros, que ahora habían tomado forma (pero Pablo sabía desde el principio a quiénes correspondían), y le hablaron a las vibraciones del aire: «¿Qué te está pasando?»; «No, no llega a ser fiebre»; «¿Qué hacés ahí tirado?»; «¿No tenés una invitada especial para traer a comer?», etcétera, etcétera…

Pero todas las ideas que pudiera tener acerca no ya sólo de Dalia, sino de todas y cada una de las mujeres, por más que en su fuero íntimo se reconociera completamente ignorante respecto del asunto, estaban irremediablemente equivocadas. Aquel «continente oscuro» que él veía en las mujeres como categoría humana se hallaba más allá de su capacidad de comprensión. Y no podía ser de otra manera, cuando nuestro protagonista era incapaz de comprender que todos los días se cruzaba con seres humanos iguales que él… Y de ninguna manera sospechaba quién era Dalia, de dónde había salido, por qué era como era. No era capaz de comprender que Dalia no estaba «más allá de lo humano» sino en realidad «más acá»; que era una parte indivisible de la clase o categoría de las mujeres, que su individualidad poseía una dimensión aparente; y que estaba tan ligada al mundo material, que ella, abrumada por ver su conciencia ya no experimentar el mundo sino ser parte de él, ser ella misma las sensaciones y, al mismo tiempo, la fuente de éstas, que no podía articular palabra, y el mundo que se le revelaba frente a los ojos —y que era, al mismo tiempo, sus ojos— era tan maravilloso y provocaba en ella emociones tan fuertes, era incapaz de hablar o de expresar de cualquier manera su particular vivencia. Que el mundo la dejaba sin palabras y sin capacidad de reacción. Que hasta sentía un poco del miedo que engendra el saber que no se tiene control sobre el entorno. No, él veía en ella una superficie —una mera imagen— envolviendo un concepto tan ambiguo y difuso como abstracto, cuyo significado parecía ser aprehensible en teoría, pero que se mantenía fuera del alcance de su entendimiento por alguna razón, como aquellos textos filosóficos, profundos y laberínticos. Y no le interesaba tanto descubrir o enterarse de lo que significara aquel maravilloso texto cuyas letras brillaban y danzaban ante sus ojos tanto como hacerse mezquinamente con la imagen y sólo indirectamente (por extensión o por arrastre) con el concepto que ésta pretendía ilustrar.

Tanto peor para él; de todo lo que había acerca de Dalia para querer o en lo que estar interesado, él se concentraba en lo más superficial y… superfluo. Y no sospechaba que detrás de la imagen que ahora tenía delante de sí, muda e inmóvil como una escultura tallada por una pareja de maestros, había todo un mundo por descubrir y por el que maravillarse… pero me estoy dejando distraer por mis propias ideas o sentimientos, naturalmente sesgados.

Volviendo a la situación…

Pablo esperó con el corazón en vilo que Dalia respondiera (o reaccionara, al menos) a su invitación a «tomar algo», y su tensa expectativa se había visto condenada a prolongarse por el indeciso encogerse de hombros de la muchacha. Y ese inconsciente que le había venido haciendo reclamos le comunicó que Dalia no iba a responder nada, y que él era quien debía asumir el control, la responsabilidad, de la situación. (Desde luego, esta idea no se la había inventado él, esto es, que no se le había ocurrido espontáneamente en base a su comprensión de la situación en que se hallaba, sino que se lo había oído a alguien y había tomado nota de aquello para situaciones como la presente.)

—Bueno —dijo Pablo, algo nervioso—, vamos, tomemos algo. ¿Querés un café?

Sumó a sus palabras un ademán con la mano, que luego extendió hacia ella. Y cuando Dalia, con una alegre y dulce sonrisa, dio un breve paso hacia adelante, él se sintió algo satisfecho y realizado, incluso un poco orgulloso de sí mismo. Pero, amable lector, no se haga una idea equivocada: él se veía y oía un tanto patético allí.

Tan pronto como dieron los primeros pasos, habiendo Dalia cerrado la puerta sin haberle echado llave, y puéstosele a la par de Pablo, éste último experimentó un vertiginoso temor. Casi no había espacio en su mente para alegrarse de estar dirigiéndose a una cita con una mujer de —casi literalmente— ensueño; no obstante, en el poco espacio disponible se hicieron presentes con inusitada intensidad el acompañante de marras (el detestable «patán» sin nombre), con su insensible y repugnante actitud y, de manera no menos relevante, los espectros que aún flotaban y danzaban en derredor de él. Aquellos espectros burlones, que lo miraban por encima del hombro, pronto dejarían de reír… Pero en el estado de confusión que le sobrevino a raíz de la profusión o confluencia de sentimientos e ideas, Pablo no dio rienda suelta al revanchismo tan típico de los corazones mediocres. Tampoco quiso pensar o reconocer que estaba huyendo del hombre de la musculosa y bermudas (esto es, reconocer que se llevaba a la «muñeca» en dirección opuesta a la que él había tomado), lo que implicaba reprimir o desconocer el impulso de mirar atrás, ver si el sujeto estaba regresando… y reírse con venenosa sorna de él. Ni mucho menos era que se sintiera «al final de un túnel» (¡afortunadamente!).

No, lo que importaba era Dalia, es decir, llevarse a Dalia, tomar café con Dalia, contemplar a Dalia, estar con Dalia, y, de tal modo, por consiguiente, estar bien… él. Es decir, lo que importaba era él. ¿Esperaba otra cosa, lector?


5

Huyendo sin querer darse cuenta, apretando el paso involuntariamente, Pablo no tenía idea de adónde se dirigía. De su mente había desaparecido todo lo que hubiera registrado acerca de aquel punto de la ciudad. Ya no podría decir dónde se tomaba el colectivo para regresar a su casa sin observar con cuidado en qué calle se encontraba, y a qué altura. Curiosamente (como si las contingencias no existieran), nunca había previsto un desvío en sus planificaciones medio serias; mucho menos el que terminó por suceder. Pero no hay que adelantarse a los hechos. No sabía nuestro protagonista dónde podía llevar a Dalia a «tomar algo», y sólo contaba con encontrar un café por el camino, fuera por donde fuera. Y eso fue lo que terminó por ocurrir, en esta ciudad nuestra donde los cafés son tan numerosos. Sobre una avenida, a dos cuadras y media de la casa de la que se había llevado a Dalia, en la vereda de enfrente, Pablo vio un café.

No obstante, se sintió extrañamente cohibido a la hora de cruzar la avenida y entrar en él. Quizás el rosa pálido que recubría la pared le inspiró una incomprensible desconfianza, o la pareja que merendaba apaciblemente al lado de la ventana le hizo creer que podría no haber espacio; así de frágiles eran su voluntad y su valor. Los espectros, mudos e invisibles, lo observaban con atención, esperando un movimiento de su parte. Y él los percibía débilmente, y sabía lo que esperaban, pero no les hizo caso, y se dejó distraer por la repentina irrupción en su campo visual de un colectivo, cuyo cartel electrónico surcó el atardecer con sus vivos colores. Era de una línea que a Pablo le era harto familiar, ¿cómo no se había enterado de que pasaba cerca de la dirección que le habían dado en el Registro? Pasó un instante raudo como el colectivo hasta que se le ocurrió una idea… extraña, inaudita. Miró a Dalia, quien no esperaba que cruzaran la avenida ni que siguieran camino, sino que se había detenido en seco imitando a su acompañante, y ahora mantenía los ojos en algún punto lejano. Y con una rapidez comparable a la de las otras decisiones que se estaban tomando aquel día y aquella tarde, Pablo quiso tal vez interpretar la falta de respuesta (ya no solo la ausencia de una negativa) como un consentimiento tácito, y así es como, tras atravesar a los espectros con una fogosa mirada, se llevó a la joven, no de la mano ni pidiéndoselo verbalmente, sino que tan solo se apartó unos pasos hacia adelante con inusitada firmeza y, volviendo atrás la mirada, le indicó que lo siguiera.

Dalia no le iba a preguntar adónde se dirigía; aun así, no pudiendo evitar el asomo de un tibio remordimiento de estar llevándose a alguien mediante lo que se podría haber interpretado como un engaño, quiso justificarse, acaso para que Dalia diera su «consentimiento tácito» a lo que de pronto él se había propuesto hacer… o sólo pretendía distraerse de su incómodo remordimiento.

—¿Querés venir a mi departamento? Vamos a estar más cómodos ahí.

Bien pudo haberse arrepentido de pronunciar aquellas palabras, no porque hubiera algo de malo en ellas (a menos que deteste el ensombrecimiento de una frase con convenientes ambigüedades), sino por el modo en que las expelió. Algo le pasaba a Pablo, que, cuando sabía —y se decía a sí mismo— que debía abordar a la «muñeca» con resolución, con seguridad, al acercarse a ella —y no digamos al momento de hablarle o de establecer con ella contacto visual— de pronto le palpitaba el corazón, y su voz tremolaba y se arrastraba fuera, exangüe. Y —pero esto él no lo sabía, por obvias razones— sus pupilas se fijaban incómodamente en un punto aleatorio del rostro de la «muñeca», mientras que en el suyo propio se dibujaba un patético rictus, tenso, desasosegado, que ninguna mujer podría hallar atractivo.

Pese a que aún no recordaba haber estado en esa parte de la ciudad, Pablo podía hacerse una idea de dónde tomarse el ciento y pico, que es el colectivo que pasaba por la casa de su abuela. Y no se equivocó respecto de su suposición, como pronto lo descubrió: la parada del ciento y pico estaba a tan solo una cuadra de allí.

Viajaron en un par de asientos vacíos, delante de la puerta trasera. Como suele suceder, él le cedió instintivamente el asiento junto a la ventanilla. El indeciso remordimiento se mantenía oculto, agazapado en algún rincón del fondo de la mente de Pablo. Dalia miraba a través de la ventanilla, mas, en despecho de su quietud, no parecía observar el paisaje urbano distraídamente, ni que se le hubiera puesto la vista en blanco, o eso es lo que me pareció advertir cuando los vi. Su acompañante, en cambio, pensaba en una forma de entretenerla. Los silencios que se abrían entre frases triviales él los llenaba mirándola embelesado, y diciéndose a sí mismo que él, cuando tuviera los medios (que no si los tuviera), la llevaría a Chiang Mai, la trataría como sólo ella se lo merecía, con amor, con paciencia, con devoción; él sería todo para ella… La haría sentirse siempre feliz y amada; con él, a ella no le faltaría nada… lo cual ya estaba implícito en sus fantasías patéticas y delirantes. Y ella jamás tendría que preocuparse de soportar a un tipo que no la supiera valorar, que la tratara como a una vulgar «muñeca» que se lleva de un punto a otro, que fuera un tirano para ella, que le dijera cuándo y dónde sentarse, que la dejara sola en su casa mientras se iba a hacer las compras (o lo que fuera que había ido a hacer el hombre de la bermuda)…

Pero, por lo pronto, debía ganarse su confianza, o lograr que ella confiara en él… (¿cómo lo diría usted?). Y, dado que le costaba horrores pensar en un tema interesante de conversación —esta vez más por un defecto de su ingenio o ligereza mental que por falta de capacidad para iniciar una conversación—, al principio se limitó a decir lo primero que se le viniera a la mente, así se tratase de la impresión que le produjera el más nimio objeto al otro lado del cristal.

Tan trivial fue la charla, tan vacía de contenido, que no vale la pena reconstruirla. La cosa es que, luego de unos momentos, Pablo comenzó a reconocer las calles por las que el colectivo pasaba, y se supo ya cerca de su destino. Además, ello le dio la oportunidad de informarle a Dalia que pasarían primero por la casa de su abuela porque «ahí están las llaves del departamento».

Cuando juzgó que era el momento de tocar el timbre, se puso de pie, y viendo que Dalia no apartaba la vista de la ventanilla, alargó una mano hacia ella. El sólo rozar con un dedo la sedosa blusa de la «muñeca» llamó su atención; no obstante, no pareció comprender que debían bajar. Por lo tanto, Pablo debió indicarle verbalmente que se levantara del asiento, eso sí, con suma amabilidad (no como pensaba que lo hubiera hecho el falso Paul Oakenfold).

La portezuela se abrió y, otra vez instintivamente, Pablo se hizo a un lado para que Dalia descendiera primero, pero ella no lo hizo hasta que él se lo indicó explícitamente.

—Bajemos —le dijo, sorprendido de ver que ella no había entendido un gesto tan evidente de su parte. La muchacha descendió los escalones pisando con cuidado, para preservar el equilibrio en los tacones de un centímetro. Pablo quiso acompañarla apoyando gentilmente la mano en su espalda (o incluso en su cintura), pero no se animó a hacerlo.

El motor del colectivo les pasó por el costado, roncando tan fuerte que Dalia se aturdió hasta el dolor, pero, si lo manifestó, fue tan solo girando la cabeza muy levemente y entrecerrando los ojos. La onda calurosa que exhaló el vehículo en su partida le causó menos molestias, lo que no significó que no la haya sentido en toda su magnitud.

De nuevo Pablo le indicó a Dalia con resignada paciencia que lo siguiera. La casa de su abuela estaba a dos cuadras de la parada donde acababan de bajarse. Hacia allí fueron.

Las calles ya exhibían la tradicional animación vespertina, en la que los habitantes del barrio, terminadas ya sus faenas diarias, emplean el remanente del día en procurarse víveres, distracciones varias o incluso algo de esparcimiento. A mitad de cuadra de cierta calle, destacaba una casa grande de paredes blancas, de una planta, con un espacioso jardín al fondo.

Y no fue hasta que Pablo se halló frente a la puerta de genuino roble que, como quien recuerda algo no bien lo encuentra con la vista —o se topa con un objeto relacionado directamente con aquel «algo»— cayó en la cuenta de que no había pensado en cómo explicaría el motivo de la visita, ni la presencia de la «muñeca». Pero ya no había tiempo para pensar, y, además, ya estaba tocando el timbre. Mientras aguardaba que se corriera la diáfana cortina blanca y asomara tras el cristal el ojo cerúleo de la abuela, miedoso, desconfiado, Pablo consideró ocultar de aquél a Dalia. No obstante, casi en simultáneo se le ocurrió que no sería conveniente dejar sola a la «muñeca» en la vereda, pues alguien podría llevársela… como él lo había hecho un rato antes. Y, además de todo ello, la cortina ya estaba siendo apartada violentamente, revelándose tras el cristal una imponente figura femenina, en absoluto miedosa… pero sí desconfiada. Pablo tragó saliva, resignándose al hecho tan temido por él: que su tía estuviera en casa de la abuela.

Podría yo, en carácter de «espíritu de la narración», estirar el tiempo en que la tía da dos pasos hacia la puerta, corre el pasador y gira el picaporte con el fin de contarle brevemente la historia de la mujer; mas, si bien ésta reviste cierto interés, realmente no viene al caso. Y ahora ella está plantada en medio del living, con los ojos clavados en los visitantes; Pablo ha cerrado la puerta tras haber entrado con Dalia, trayéndola del antebrazo, pero no sujetándoselo con la mano, sino con las yemas de los dedos; a duras penas ha logrado mirar a la tía a los ojos y decirle «hola». No ha superado la pueril mezcla de temor y desprecio que siente por ella, mucho menos el sentimiento de culpa que le provoca el no poder evitar sentirse de esa manera.

Como decía, la tía se erguía en medio del living, con los brazos cruzados, imponente, muda y seria como un monolito (o así es como me la imagino). Estaba desgreñada, como de triste costumbre; guedejas descoloridas caían a ambos lados de su rostro pálido; los ojos, redondos, de un marrón que se confundía con el negro más profundo, parecían agujeros negros, que se tragaban la luz (y, si no se la tenía bien agarrada, podrían tragarle el alma a uno lo mismo), y hurgaban groseramente en el interior de aquel a quien tuviera enfrente casi físicamente. La camisa, arrugada y coloreada por el uso y el tiempo, contrastaba con el pulcro pantalón de vestir que lucía. Todavía sin pronunciar palabra, se movió sólo un paso a un lado para que apareciera la abuela, sentada a la mesa, frente a la perenne taza de té, de costado a la puerta y a los visitantes, que se habían quedado petrificados.

—Hola, chiquito, ¿cómo estás? —dijo la abuela con un desgano y una indolencia en la voz y en la actitud que contradecían el cariño de la expresión.

—Hola, abuela —respondió nuestro protagonista, diríase que con el mismo desgano.

—¿Quién es ella? —preguntó la tía.

—No te preocupes; viene conmigo.

—Ya veo que sí —repuso la mujer con brusquedad.

Pablo por enésima vez se preguntó para sus adentros cómo podía aquella persona tan difícil de tratar ser hermana de su padre, un hombre tan distinto a ella en todos los aspectos imaginables. Luego, venciendo la timidez y la intimidación que le causaba la corpulenta figura de la tía, se aproximó a la abuela.

—Abuela, necesito las llaves del departamento.

La anciana lo miró con un solo ojo, y repuso:

—Sí, claro, están en el gancho —y señaló imperceptiblemente el gancho en la pared de la cocina.

—¡Ah, bueno! —exclamó la tía, sacudiendo bruscamente los brazos—. ¿No le vas a preguntar para qué quiere ir al departamento?

La abuela no le hizo caso. La tía prosiguió:

—Aunque está claro para qué: resulta que hay una nueva integrante en la familia. —Se acercó a Dalia, fijando la vista en ella—. ¿O no?

La «muñeca» soltó un débil grito ahogado, como si la tía le hubiera robado el aliento.

—Voy a andarme con cuidado —todavía seguía la tía, volviéndose hacia la abuela y Pablo—. No vaya a ser que de un día para el otro alguien se quede con el departamento…

—La voy a llevar a que vea el departamento —masculló Pablo, evitando deliberadamente mirar a su tía, como lo hacía cuando se molestaba con alguien que estuviera cerca—, nada más.

Desde su posición, justo frente a la abuela, vio cómo las dos pupilas de ésta se encogieron de miedo, como si Pablo pudiera tomar represalias contra ella si no le decía:

—Sí, sí, agarralas; están en el gancho.

La tía vio a Pablo ir a la cocina, cuya puerta siempre estaba abierta, descolgar el manojo de llaves y atravesar el living hacia la misteriosa y muda muchachita y hacia la puerta de salida. Cruzada nuevamente de brazos, parecía querer atravesarlo con la mirada.

—¿No es muy tarde para que vayan? Ya está oscureciendo; vayan otro día con más tiempo —dijo severamente.

Y, aunque aún no había oscurecido del todo, lo cierto era que no tardaría en precipitarse la noche. Pero nada de esto importaba; el motivo de queja de la tía era que temía que el departamento de la abuela no le fuera legado a ella cuando finalmente partiera al otro mundo, evento que la tía no perdía de vista como no perdía de vista todo lo que ingresara en la casa en la que vivía con la que era… su suegra. Por ello vivía con la guardia alta, y no podía permitir que otros miembros de la familia ocuparan el departamento que a la sazón permanecía deshabitado.

—¿No quieren tomar un té? —inquirió la abuela.

—No, está bien. Nosotros ya nos vamos.

Abrió la puerta y le susurró «Vamos» a la «muñeca» para que saliera a la calle. Todavía la tía les dijo algo más, pero Pablo no quiso escuchar, y salió con viento fresco.

—Nunca conocí a alguien tan paranoica como… —murmuró Pablo, sólo por decir algo y no estar en silencio, pero se detuvo al ocurrírsele que no era conveniente hablar así de alguien que fuera de su familia.

Instintivamente esperó que Dalia se manifestara de acuerdo con él, o que le dijera algo, lo que fuera, mas todo lo que vio en ella fue una leve sonrisa.

Sin nada que hacer allí, se pusieron en marcha. El departamento no estaba lejos, y se podía llegar fácilmente a pie.

Por alguna razón, la calle que Pablo había visto animada y normal ahora se le antojaba poco menos que inhóspita; una tibia oscuridad se adensaba en el aire, ensombreciendo también a los transeúntes, reduciéndolos a figuras tridimensionales que se movían de aquí para allá como objetos autónomos. Por un instante cayó en la cuenta de que, de hecho, todos los días, al salir a la calle y andar entre seres humanos iguales que él, no los veía más que como figuras extrañas, conjuntos de facciones, de ropas, de curvas y de superficies. Lo distrajo la visión de Dalia, que iba a su lado mirando siempre al frente, como si estuviera andando sola y por su cuenta, y no abducida por él. Los rayos oblicuos del declinante sol mostraban preferencia por ella, que, sin embargo, no por ello dejaba de ser otra «figura» compuesta de curvas y de superficies deslumbrantes. Todavía se le iban los ojos detrás de la «muñeca»; quizás era el saberse cerca de su destino —el departamento deshabitado de la abuela—, lo que despertaba los «reclamos» de actividad en sus fibras musculares, y le levantaba de a poco la fiebre. ¿O era el sentir que estaba haciendo realidad sus sueños, las fantasías patéticas que no esperaba que se cumplieran? Lo cierto es que de pronto se sintió animado en exceso; sus movimientos cobraron vivacidad y su lengua pareció despertar.

—Tenemos un café muy rico en el departamento —a punto estuvo de decir «lo de mi abuela»—, y ahí vamos a estar más cómodos.

Dalia volvió hacia él su alegre y muda faz.

Y ya Pablo en su mente se figuraba que hallaría en la alacena el paquete de café orgullosamente comprado en la cafetería de cierta cadena, que encendería el fuego, y que prepararía la cafetera italiana, como le gustaba a la abuela y a él…

Llegaron al edificio en el cual se hallaba el departamento de la abuela, de tres ambientes de modestísimas dimensiones. Sí, parecía el lugar perfecto para vivir con alguien, sin importar que ese alguien hubiera sido llevado contra la total expresión de su voluntad, por decirlo así. El edificio de diez pisos se erguía frente a cierta plaza siempre concurrida. Por qué Pablo no se llevó a la «muñeca» a la plaza se debió a que quería estar a solas con ella —esto es, aislados del mundo exterior y de sus habitantes— en un ambiente controlado, y donde pudiera comportarse como el dueño del lugar y dedicarse a ella, de modo que «no le faltara nada», como él mismo se había propuesto.

¡Qué increíble se le antojaba la situación! Introducir la llave en la cerradura, empujar la puerta, encender la luz, invitar con un gentil ademán a la «muñeca» a pasar, estar pendiente de cada uno de sus movimientos —la flexión de sus brazos en ángulo recto, su primer vistazo al living, iluminado por una luz cálida y suave, el tímido paso que daba hacia un costado—, ¿no había soñado con un marco en el que estas pequeñas acciones pudieran transcurrir? Y ahora, inesperadamente, ¡todo se había vuelto real! ¿Algo más se podía pedir? No, ya no se podía pedir ni «reclamar» nada más: era la hora de actuar, de vivir el sueño.

—Voy a preparar el café —anunció Pablo; acto seguido, indicó a Dalia dónde y cómo sentarse. El mullido sillón de tres cuerpos se veía como el mejor aliado en la causa.

¡Qué cerca sentía Pablo la felicidad; casi podía percibir su substancia con el frotar de las yemas de los dedos! Y, aún así, algo faltaba; los «cinco para el peso», como decía la abuela. Mientras el agua dentro de la sagrada cafetera italiana se calentaba, y sus moléculas se movían con creciente brío, la mente de Pablo se calentaba lo mismo, y algo también rebullía en el interior de aquélla. ¿Qué podía estar interponiéndose entre él y la ansiada felicidad?

No tardó en darse cuenta de que había algo antinatural en toda la historia, que él ya había intuido desde el principio, como lo he mencionado en anteriores líneas, y que se había esforzado por ignorar. O quizás no supo reconocerlo como «antinatural», pues él no estaba por fuera de la situación como para darse cuenta de ello; en cualquier caso, hubiera pensado que había algo un tanto extraño, que no cuadraba del todo con la vida tal como él la conocía y —por lo tanto— la concebía.

«¿Será que esto es demasiado bueno para ser cierto?», se preguntó. ¡Y qué rápido se le había esfumado todo rastro de alegría en el rostro!

Esas palabras tan trilladas le abrieron la puerta al temor que no tardó en asaltarlo; temor de que todo lo que él pretendía disfrutar fuese, en realidad, falso, aún más que en las fantasías que él tenía en la cama. Un tiempo después de estos hechos, en un momento de introspección medio seria, pensaría: «¿Será que la felicidad no existe en realidad, o que soy incapaz de ser feliz, incluso si las condiciones externas están dadas para que lo sea?».

Por lo pronto, se asomó con disimulo al living y miró con un solo ojo a su invitada. No se había movido un solo milímetro de su lugar, ni variado un ápice su postura. De veras —¡de veras!— parecía una muñeca, un instrumento con fines decorativos y lúdicos —recreativos, en todo caso—.

¿Era eso lo falso, lo «antinatural»? ¿Que en vez de una joven y hermosa mujer que lo quisiera sinceramente —o, al menos, que se sintiera atraída por él—, tuviera en el living del departamento una muñeca, un maniquí; algo que, de no ser humano, tendría que ser un robot humanoide hiperrealista?

Alargó las manos hacia el interior de la alacena, y de allí extrajo un par de pocillos y de sus correspondientes platillos. Mientras disponía el azucarero y dos cucharitas en la mesa del living, frente a los ojos de Dalia, se preguntaba de dónde había venido. Curiosamente, poco le había importado la cuestión de la procedencia de la joven, que ya había surgido tímidamente en su mente a raíz de las peculiaridades que exhibía ella, y que ya fueron descritas en anteriores líneas.

«¿Habrá caído del cielo?», se preguntó Pablo de regreso en la cocina. «¿O la fabricaron en un laboratorio?» Imposible para él no ver pasar delante de sí mujeres ficticias de la cultura popular que, pareciendo humanas, no lo eran en realidad. Pero lejos estaba de convencerse de que Dalia podía ser uno de aquellos casos en la vida real: pese al desconcertante matiz artificial en su rostro, ni éste ni su cuerpo estaban hechos de plástico, ni de metal, ni de goma, ni de algún novedoso polímero sintético… Ya lo había comprobado las pocas veces que osó posar su mano sobre la muchacha.

«No, no es que sea un robot o un extraterrestre —seguía cavilando—. Es que ella es… única. Es un caso extremo. Nunca vi a una mujer como ella, y nunca una mujer me hizo sentir… lo que sentí.»

Arrugó involuntariamente el rostro al advertir el uso que acababa de dar a la palabra «sentir». Rápidamente compuso su semblante y vertió el café en los pocillos.

«Y eso debe ser así porque es un caso extremo de la naturaleza femenina, o al menos de la belleza femenina. Si efectivamente existe la mujer perfecta, ella debe serlo… desde el punto de vista de la belleza. Pero, ¿es que alguien, al hablar de la ‘mujer perfecta’ se refiere a algo más que a su apariencia? De cualquier forma, yo solía pensar que no hay una ‘mujer perfecta’; alguien dijo una vez que no puede haber perfección, sino que lo que hay son ‘perfectibilidades’ —formas de acercarse a la perfección—, y que hay muchas de ellas…»

Para cuando hundió las posaderas en el sillón, junto a Dalia, ya estaba nervioso, inquieto. Procuraba darse ánimos y actuar con desenvoltura, pero era consciente de su poca habilidad para tratar con mujeres. Y cada vez que hacía un comentario para iniciar una conversación, Dalia respondía con breves frases o se limitaba a soltar una risita, y en ello había una nota discordante, cercana a la falsedad. No iba a decir que le gustaba el café si él no se lo preguntaba; inútil fue encender la televisión para que su resplandor y sus sonidos alejaran el sombrío y patético panorama, y preguntarle a Dalia qué canal acostumbraba ver; ella no hizo más que encogerse de hombros, cediéndole a él la elección. Entonces Pablo cayó en la cuenta de lo que podía estar ocurriendo.

«Es una chica carente de toda voluntad. Sí, eso es. Por lo tanto, me corresponde a mí tomar la iniciativa, ¿o no? Sí, y es lo que estuve tratando de hacer, ¡pero parece tan difícil por momentos! Es decir, está bien que nunca fui muy hábil en eso de hablar con mujeres, pero esto es demasiado… En esto ella también es un caso extremo. No hace nada si uno no se lo ordena.

»Esto es, hace sólo lo que se le ordena. Y por eso uno puede llevarla de acá para allá y hacer lo que le plazca con ella…»

Entonces movió una mano lentamente hacia su derecha, donde estaba sentada la «muñeca». Seguía sentada derecha, con las piernas juntas; la falda le llegaba hasta las rodillas, y el sencillo encaje de su borde ya colgaba, dibujando su sombra en la piel de la muchacha. Pablo la miró a los ojos significativamente al tiempo que su mano aterrizaba en la rodilla izquierda de ella, y tan tensos estaban los músculos de la mano, que, además, tremolaban imperceptiblemente, que Dalia sintió que una garra dura, áspera y… fría, se arrastraba sobre su delicada y tierna carne, apartando con mal disimulo el borde de la falda para descubrir sus rodillas y la parte inferior de sus muslos. Sin lograr contener la oleada de rubor que cubrió su rostro, Pablo giró su torso; Dalia giró el suyo propio… y cayó delicadamente hacia atrás. Su cabeza se posó sobre uno de los almohadones; los brazos yacían lánguidos a ambos lados de su cuerpo.

«Debe ser humana, ¿cómo podría no serlo? Tomó café, esa es la prueba definitiva de que es humana; ¡si no fuera humana, no hubiera tomado café! En todo caso, ¿y qué si no lo fuera? Todavía tendría este mismo deseo de… acostarme con ella, porque ¿no es así como debe ser? Quiero decir, es normal para una persona sentirse atraída por alguien distinto… Como si la diferencia significara complementariedad.»

Abandonó su asiento, quedando de rodillas a un costado del sillón. Dalia, por su parte, subió las piernas y las dejó apenas flexionadas. Su honda respiración se hacía evidente en el movimiento de su pecho; tenía la vista clavada en el confuso e indeciso rostro de Pablo; sus pupilas, lo mismo que sus labios entreabiertos y que las superficies textiles que recubrían sus partes pudendas insinuaban engañosamente la entrada a un «abismo» que, en todo caso, sólo podía estar en la mente de él.

«Parece entender mi deseo. Porque, ¡qué vergüenza sería tener que decirle ahora lo que tiene que hacer! ¿Cómo voy a hacerlo? ¿Cómo le voy a decir que me bese, que me acaricie, que me haga el amor? ¡Ni a las prostitutas se les habla así, ni siquiera a las esclavas sexuales! ¿Me besará si yo la beso ahora, y entenderá que debería acariciarme si yo la acaricio ahora? Porque yo no quiero una esclava, ni estoy con una prostituta…»

Se acercó un poco a la inmóvil «muñeca» de rodillas como estaba; acto seguido, inclinó el cuerpo hacia adelante; sus labios se separaron por su cuenta. No se atrevía a cerrar los ojos, esperando que Dalia reaccionara de acuerdo con sus deseos; no obstante, ella no se movía en lo más mínimo, ni cerraba los ojos siquiera.

El movimiento se detuvo a pocos centímetros de la boca de la muchacha. El innato y recalcitrante temor —incluso aprensión— al sexo femenino fue lo que venció la débil voluntad de Pablo. Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el sillón.

Lo sorprendió una estridente melodía que quebró de pronto la atmósfera. Pablo se dio vuelta y tuvo que hacerse a un lado para que las piernas de Dalia no lo golpearan, siendo que ella rápidamente se sentaba y sacaba del invisible bolsillo de la falda un celular.

—¿Hola?

Una firme voz masculina se derramó desde el auricular. Pablo se volvió hacia la joven, y paró las orejas.

—¿Que dónde estoy? —respondió la «muñeca», y pensó un poco antes de añadir—: En el departamento… de la abuela… —Nuevas palabras al otro lado de la línea—. Está enfrente de una plaza… A ver… Sí…

Le tendió el celular a Pablo.

—Dice que quiere hablarte.

El joven se puso pálido como la cera, y todo él se petrificó, de modo que ni siquiera pudo sujetar el aparato.

—¡Hola! ¡Hola! —exclamaba la voz que Pablo reconoció bien como la del falso Paul Oakenfold, pagador de irrisorios sobornos, etcétera—. ¿Hay alguien ahí? Dame la dirección de ese departamento, que ya mismo te voy a buscar… ¡Ya estoy yendo para allá!

Pablo se puso de pie y, alejándose un poco de Dalia y del acompañante de marras, le susurró a la primera:

—Decile que estás en la plaza tal… Que te pase a buscar por ahí.

Dalia obedeció, y en respuesta se oyó alguna exclamación más de parte del aún desconocido tipo antes de que él cortase, no sin volver a asegurar vehementemente que ya estaba «yendo para allá».

Se hizo un breve silencio para que la decepción de Pablo —la traición a sus ilusiones— cayera a sus pies. Tuvo que aceptar que no había tenido ningún sentido querer creer que entre aquel «tipo» y Dalia no existía relación alguna; ahora iba a tener que devolvérsela. Y el no saber qué clase de relación había entre ellos no era atenuante para su cruel desilusión, pues no podía negar la naturalidad con la que la supuesta «muñeca» había conversado con el hombre; por añadidura, la situación no tenía remedio.

«¿Será la existencia de ese tipo lo que no cuadraba en mi mente?», se preguntó Pablo. Más tarde ese día, al repasar lo sucedido, añadiría: «Yo creía que él fue a la oficina a hacer todo el trámite porque ella no podía, y él le tenía que hacer todo, pero quizás resulte ser que, en realidad, él es su esclavo; él le tiene que hacer todo, mientras que ella sólo da las órdenes y disfruta de lo que él haga por ella. Cuál de los dos escenarios es el correcto yo no lo sé, pero lo que sí sé es que las relaciones bilaterales son bidireccionales, y la esclavitud es una relación, y que, en esta relación, sí, el esclavo es el que lleva la peor parte, pues vive humillado y privado de su libre albedrío, pero el amo también se vuelve en cierta forma y en cierto grado dependiente de su esclavo por el sólo hecho de poseerlo y utilizarlo…».

Por lo pronto, había una manera muy sencilla de confirmar sus peores sospechas.

—¿Él es tu novio? —le preguntó.

—Sí —repuso Dalia.

Pablo cerró los ojos con fuerza. «¡Ay! ¿Para qué se lo pregunté?», se lamentó. No tardó en invadirlo una amarga envidia. «Por lo visto, él sabe cómo hablarle, cómo tratarla.»

Dio todavía unas vueltas sin sentido en la diminuta cocina, como matando el tiempo. Finalmente, recordó que debía dejar a Dalia en la plaza antes de que el tipo de marras llegara.

Su semblante ya traslucía lúgubres pensamientos mientras guiaba a Dalia rumbo a la puerta del edificio, en parte por notar una energía hasta entonces desconocida para él en los movimientos de la muchacha, particularmente en su forma de caminar. Cuando abrió la puerta, de pronto tuvo temor de reconocer al acompañante esperando por su chica. Inclinando la cabeza y mirando furtivamente en todas direcciones, cruzó con la «muñeca» a la plaza y se internaron en ella. Desde un punto estratégico, resguardado en parte por unos arbustos y un plátano, Pablo se permitió aguzar la vista y buscar en los viandantes aquel odioso rostro… Pero su vista o su memoria no fueron tan buenas, que, cuando reconoció al hombre, éste ya los había divisado y avanzaba decididamente en dirección a ellos. Pablo de pronto fue presa del terror y, como quien no tiene nada que ver con el asunto, se alejó. Una torpe mirada con el rabillo del ojo le mostró que el hombre, ahora acompañado de la «muñeca», lo seguía a él, lo que le aterró aún más, al punto de hacerlo caminar más rápido, casi corriendo. Pero dejemos al pobre Pablo allí, regresando a su casa por un camino largo, con una escala en lo de la abuela, para devolver las llaves del departamento, pues ya ha tenido suficiente con todo lo que le ocurrió.

Podríamos, a modo de cierre, proponer como moraleja de la presente narración aquello de: «Tené cuidado con lo que deseás, que se puede volver realidad», pero también: «No empieces algo que no puedas terminar». Sin embargo, el punto de relatar esta historia tenía que ver originalmente con otra frase de sobra conocida, que podemos leer en las Escrituras: «No desearás a la mujer de tu prójimo». Esto no proviene de un arbitrario capricho de un «Dios celoso», sino que, al menos según la interpretación de algunos laicos, este mandamiento es necesario para evitar que surjan problemas entre semejantes que redunden en un impacto negativo en la cohesión social, por no decir en las vidas individuales involucradas.

Es decir, que nada de esto habría ocurrido si nuestro protagonista hubiera adoptado una actitud saludable desde el principio. Debió haber refrenado sus impulsos, o al menos considerar que aquella chica por la que se desvivía casi neuróticamente podía pertenecerle a otro. No es cosa difícil cuando se tiene la voluntad de hacerlo, y lo digo con conocimiento de causa. Pues a mí me sucedió que una mujer casada atrapó mis dedos con sus manos, tan suaves y delicadas, ateridas por el frío de la noche, y arrimó su costado al mío, todo con la tácita excusa de ver los naipes que yo sujetaba, y me ayudaba a decidir las jugadas susurrando en mis oídos con cálido aliento… Y yo me quedaba de piedra contra todos mis impulsos… Pero sobre todo esto sólo cabe guardar silencio, que me he puesto a relatar la historia de Pablo justamente para distraerme de la partida de cartas de anoche, para olvidarme del roce de los dedos de cierta mujer, del contacto de su cuerpo con el mío, de sus palabras humedecidas en alcohol; de la mujer ajena y el marido en la silla de la izquierda. Sí, esto no he de contarlo; sobre todo esto más me vale guardar silencio, siempre silencio…