Contrabandista
Cierta vez, una joven llamada Mónica y su hermana mayor Carla decidieron pasar un fin de semana largo en el pueblo de A*, caído en algún rincón típicamente pampeano de la provincia. Siendo ya plena primavera, las condiciones climáticas eran óptimas, e invitaban a sacudirse el polvo y las preocupaciones de la ciudad por unos días, y recuperar energías para afrontar el vertiginoso tramo final del año. Además, el mencionado pueblo no se encuentra lejos de nuestra ciudad —se llega en un par de horas—, y una tía de las hermanas tenía allí una casona de dos pisos, por lo que el alojamiento les iba a salir gratuito. Con tantas ventajas y motivos para despejarse, era totalmente comprensible la elección del lugar al que viajar.
Las hermanas viven solas en nuestra ciudad, en un departamento que alquilan desde su arribo; sus padres y la tía antes mencionada residen en la ciudad de provincias de la que la familia es oriunda. Ambas hermanas trabajan, y con lo que ganan logran mantenerse; Carla en particular tiene un título universitario. Aprovechando que no trabajaban los fines de semana, y que el viernes era feriado, las dos emprendieron entusiasmadas el corto viaje a A* ese mismo día por la mañana.
Ahora bien, al momento de partir, Mónica dejaba en la ciudad a su novio, Leo. Él tenía un trabajo algo precario como dependiente, en el que, contrario a su novia, sólo descansaba los domingos y algún sábado. Hacía tan solo cuatro meses que se habían conocido, y eran novios desde hacía un mes, aproximadamente. Y, como suele ocurrir con ciertos caracteres al comenzar una relación amorosa, cuando ambos están tan enamorados, y más aún tratándose de dos personas tan jóvenes, en las que hasta para amar hay fuerzas para derrochar, y el camino a recorrer en compañía parece tan amplio y de posibilidades y potencialidades infinitas, la pasión ardía vivamente en sus corazones, en sus pieles y en sus mentes. Sin embargo, las circunstancias solían conspirar contra ellos, o quizás sólo les planteaban constantes desafíos y pequeñas pruebas a su amor. Porque, ¡qué va!, tenían que coordinar sus respectivos horarios para poder verse, ya que, como ya se indicó, ambos trabajaban, y además Mónica había decidido —influenciada hasta cierto punto por presión paternal— estudiar en la universidad. De esta manera, no eran muchos ni muy extensos los ratos que los novios podían compartir a solas, pero procuraban aprovecharlos al máximo, exprimiendo hasta el último segundo y aún más del tiempo que la rutina y las obligaciones personales les concedían. No era infrecuente que Leo acompañara a Mónica hasta la mismísima puerta del edificio donde ella vivía al final de cada cita, sin poder traspasar la puerta de la calle, de modo que pasaban largos minutos —que, no obstante, para ellos se les escurrían como agua entre los dedos— despidiéndose con tiernas palabras y caricias y besos en el umbral. Arriba, en el departamento, Carla esperaba a su hermana, de peor humor conforme más tarde se hiciera. Ella era la causa de que Leo no pudiera subir y, digamos, por poner un ejemplo, cenar con ella y con Mónica, como a esta última le hubiera gustado. No: Carla lo detestaba, y no solo no hubiera soportado la idea de que aquel despreciable sujeto cenara en la misma mesa que ella, sino que tampoco soportaba la idea de que su hermana quisiera pasar tiempo con él. Incluso en un par de ocasiones tuvo que resignarse a salir con ellos, cuando Mónica hacía intentos para que se conocieran y se llevaran bien y, aunque Carla lograba dominarse durante todo el encuentro y disimular con femenina habilidad la contrariedad que la corroía por dentro, no podía evitar volver al departamento odiando aún más a Leo.
Pero, ¿a qué venía tanta hostilidad? Bien, es posible que algún lector haya adivinado o intuido que detrás del desprecio de Carla se escondían los celos. Realmente nada se le podía achacar a Leo: no era un delincuente, ni un sinvergüenza, ni salía con Mónica por interés, ni la engañaba, ni mucho menos la maltrataba o celaba; por lo tanto, en principio nada acerca de la personalidad de Leo podía darle motivos a Carla para odiarlo, por más que ella hubiera querido enterarse de algún chanchullo o defecto secreto suyo. No obstante, tampoco es que se necesiten razones para detestar a alguien; uno lo hace y ya. Carla y Mónica eran la clase de hermanas a las que las une un lazo al nivel espiritual más profundo, lo que, tratándose de hermanas, es mucho decir. Vivían la una para la otra, y la una conocía a la perfección a la otra, hasta lo más recóndito de su fuero íntimo, de modo que no existían los secretos entre ellas. Así habían compartido crianza durante casi dos décadas, allá lejos, en la ciudad natal, y cuando Carla quiso emigrar a nuestra ciudad en busca de un horizonte más amplio, Mónica la siguió incondicionalmente, adaptando su futuro a la vida que su hermana pretendía seguir, para no dejar de estar juntas las dos. Y todo marchó normal en el departamento que alquilaron, tan normal como se puede estar al dejar el nido y probar suerte en la gran urbe, en la capital. Ambas rápidamente consiguieron trabajo, mientras Mónica lentamente se hacía a la idea de la conveniencia de cursar una carrera universitaria, y así, lograron pasar los primeros meses sin sobresaltos. Pero esa vida, que a Carla le empezaba a parecer tan agradable por lo rutinaria y previsible, de pronto dio un vuelco fatal, cosa de una noche. Mónica conoció a Leo por intermedio de amigos; en un baile al que ambos asistieron congeniaron muy rápidamente: hubo «química» entre ellos, como suele decirse. El invierno se cernía sobre la ciudad con su gris humedad y sus gélidos ventarrones; no obstante, los corazones de ambos jóvenes no se dejaron apagar, acaso resistiéndose a caer en el natural letargo, en busca de una razón por la cual seguir latiendo… Sea como fuere, lo cierto es que desde esa noche ninguno abandonó la mente y el corazón del otro, y en cuestión de días ya estaban viéndose por las tardes y chateando hasta altas horas de la noche… ¡Ay, cuánta turbulencia en las venas! ¡Cuánta inquietud en las entrañas, cuánta impaciencia en las manos temblorosas, en los pies hiperactivos! ¡Cuánta hambre en la mirada, cuánta avidez en los labios, en las fosas nasales, en las yemas de los dedos! ¡Qué torbellino en la cabeza y qué vértigo en los nervios!… Sin embargo, y para no desviarme del tema, Carla no se alegró para nada cuando Mónica le dio la noticia de que estaba saliendo con «alguien». Los celos se apoderaron de ella instantáneamente, como disparados por una reacción fisiológica. ¿Cómo pudo suceder? De repente, de la manera más imprevista e inopinada, un desconocido se hacía con su hermana, con su alma gemela, con lo que más quería en el mundo. ¿Cómo perdonar semejante robo? Desde ese preciso momento Carla lo odió. Incluso antes de conocer su nombre y cualquier otra cosa acerca de él, ella lo odió, y sólo a costa de grandes esfuerzos pudo de a poco avenirse al hecho de que ahora tenía que compartir a su amiga del alma y parte de sí misma con un extraño. El día que lo conoció lo trató con disimulada frialdad. Con el tiempo, como ya se señaló, un par de veces accedió a salir de paseo con su hermana y su nuevo cuñado (¡qué mal le sentaba esa palabra!), sólo para darle el gusto a Mónica, para estar junto a ella, y para no cedérsela tanto tiempo a él. Y en esas ocasiones apenas le dirigió la palabra a él, como si no estuviera. De todas formas, si ya era un tanto complicado ajustar horarios razonables para los encuentros entre los novios, más lo era todavía para coordinar los horarios de Carla también con los de ellos.
Así las cosas, no sorprenderá al lector enterarse de que Carla estaba feliz de ir de vacaciones con Mónica, porque lo pasarían ambas juntas y sin la compañía del intruso. Incluso en los tres días previos al viaje, Mónica y Leo no pudieron verse, y tuvieron que conformarse con hablar por celular. La víspera del viaje, Carla, de desacostumbrado buen humor, le dijo a su hermana, al verla en el sillón, leyendo los mensajes de Leo: «Tenés cara de tonta, de enamorada…». No sospechaba lo que habría de ocurrir…
Es que el semblante de Mónica tenía un motivo particular, que era la noticia que Leo le daba: iba a viajar por su cuenta a A* el sábado, que se lo habían dado libre en el trabajo. Y que la extrañaba y que quería verla, aunque para hacerlo tuviera que ir a aquel pueblo. Apenas tenía dinero para viajar y alojarse, debido a que su puesto como empleaducho en un comercio no le permitía darse más que un lujo cada tanto, pero eso era lo de menos; le hubiera sido preferible hacer dedo en la ruta, dormir en el umbral de un caserón o al raso, o bajo un árbol a orillas del río, y pasar hambre con tal de no estirar otros tres días su impaciente y desesperante espera, no ya para saciarse de la visceral e impetuosa voluptuosidad del primer amor, sino para siquiera beber del cariño de Mónica como las gotas de agua por las que se desvive el caminante del desierto.
Afortunadamente para el joven, no fue necesario hacer tan grandes sacrificios para partir el sábado a primera hora, y sólo tuvo que desear que el viernes pasara volando. El sábado, en cuanto recibió la confirmación de que estaba en camino, que coincidió con la hora del desayuno, Mónica se lo comunicó a su hermana. La noticia la sorprendió vertiendo el agua caliente en la taza con el café instantáneo. ¡Por poco no se quema la mano! Las malas nuevas le arruinaron el día apenas comenzado, el café se le puso amargo y a todo lo que Mónica le dijo desde entonces respondió lacónicamente. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a suspender el largo paseo que quería dar con su hermana esa mañana, aunque el primer día les había bastado para recorrer prácticamente todo el pueblo, excepto la zona de campings, al otro lado del río. Después del desayuno se pusieron en marcha. Carla llevaba bajo el brazo el mate y las provisiones para el mediodía, mientras que Mónica cargaba con una bolsa de tela grande con otros elementos. El plan era el de volver a pisar las polvorientas calles del pueblo, hacer un alto en su única plaza, y luego ir al río, almorzar en su verde y tupida orilla y bañarse en sus aguas, previendo que haría algo de calor. Y el plan fue seguido al pie de la letra, aunque llegando el mediodía Leo le avisó a su novia que estaba arribando a la estación de tren. Había viajado en tren en vez de en micro porque era más barato, aun cuando se tardaba el doble de tiempo en cubrir la distancia entre nuestra ciudad y A*. Para entonces, las hermanas habían salido de la iglesia del pueblo y se disponían a caminar lentamente en dirección al río. Con el mensaje de Leo, Mónica pidió a su hermana esperarlos en el río mientras ella iba a la estación a reencontrarse con el joven. Carla aceptó a regañadientes, aunque prefería con mucho ir a la costanera que a la estación del tren, precaria, medio abandonada, desierta.
Casi media hora después —pese a que la estación dista no más que un kilómetro de la costanera—, los novios divisaban a Carla de pie junto al sendero que bordeaba la orilla, de espaldas al río. Con la vista protegida del sol por el piluso blanco, y ayudándose de los cristales de sus anteojos, Carla hizo foco en la feliz pareja; él rodeaba el talle de su hermana, mientras ella apoyaba la mano en la espalda de él. Caminaban lento, sin prisa, hablando entre sonrisas; Mónica constantemente volvía sus radiantes ojos hacia él, más pendiente de su rostro que del camino; por suerte, las calles del pueblo suelen estar desiertas de vehículos y de obstáculos. Una parte de Carla quiso reconocer que lamentablemente el intruso le era necesario a su hermana, que no podía ser tan malo que se amaran el uno al otro, y así, el mal humor que venía albergando desde la mañana, que ya había disminuido con la caminata, se redujo todavía un poco más. Pero eso no le impidió tratar a Leo con la misma frialdad seca de siempre.
A la sombra de un sauce los tres comieron lo que habían preparado las hermanas. A Leo le vino particularmente bien el almuerzo, dado que apenas había tenido tiempo de desayunar. En todo momento Mónica y Leo permanecieron asidos el uno del otro, especialmente la chica: una de sus manos estaba ocupada en sujetarlo del brazo o de una pierna, como si le fuera estrictamente necesario para vivir el contacto con el joven, o como si se le fuera a esfumar en el aire tan pronto como lo soltara. Después de la comida los novios se tumbaron de espaldas allí mismo, usando la fresca hierbecilla de colchón natural. Mónica le relató a Leo todo lo tocante a su viaje, a los pormenores de su instalación en el primer piso de la casona —de la cual los caseros ocupaban la planta baja—, y lo que había visto y hecho en el pueblo. Y hablaron de toda clase de cosas, aun las más insignificantes, y no siempre con palabras. Por su parte, Carla se quedó sentada a un lado, sin intervenir en la conversación.
Después de un rato, Mónica propuso bañarse en el río. Carla ya había cambiado de parecer, pues no quería que Leo la viera en traje de baño. Él, por su parte, puso como objeción que no tenía traje de baño (de hecho, apenas había llevado una muda de ropa); aún así, Mónica lo convenció de que se metiera al agua con ella, de que le vendría bien refrescarse y que no quería meterse al río sola. Con su hermana no tuvo éxito; Carla puso férreas excusas, y les dijo a ambos que se bañaran, que ella se iba a quedar en la orilla, cuidando las cosas (las cosas que no necesitaban cuidado, en un pueblo donde uno deja la bicicleta en la calle y nadie se la lleva). Habrá mirado no más que un par de veces a los novios: Mónica, a quien el agua le llegaba hasta la cintura, apoyaba las palmas en el pecho de Leo, luego asía con ternura sus brazos, deslizando sus pequeñas manos hasta aprisionar las de él para que las pusiera en sus caderas sumergidas, y entonces volvía a poner las manos en el pecho de él, y las bajaba hasta su abdomen, todo ello mientras él la miraba con amor pero también con ardiente deseo, con los ojos menos inocentes del mundo, y le prodigaba un beso, y otro, y otro más, y ambos reían… Supuso Carla que el intruso debía con toda seguridad de conocer el cuerpo de su hermana tanto como ella lo hacía, y no estaba lejos de la verdad, que las veces que Mónica regresaba pasada la medianoche al departamento no se debían precisamente a haberse quedado jugando al dominó con él… Después los escuchó y vio retozar y chapalear juguetonamente, como dos cachorritos; se habían alejado unos cuantos metros, pero aún así las alegres risas llegaban a sus oídos. Procuró Carla, pues, distraerse, y lo logró, pero los minutos se les hacían interminables, y ciertamente algo pretendía levantarla y llevarla a la casona de la tía; no obstante, se dominó hasta que los cachorritos se cansaron de jugar. Mónica se le acercó para pedirle el par de toallas; la que iba a usar Carla le sirvió al final al abominable intruso, para que él se frotara el rostro anguloso, los cabellos castaño claro, el pecho y la espalda en los que su hermana había impreso tantas caricias, las extremidades fibrosas, y, cómo no, la entrepierna que Mónica apantalló con su propia toalla, para protegerla de los inexistentes ojos curiosos. A continuación, fue el turno de Mónica de secarse: primero el radiante cabello, luego los brazos bien torneados, los melosos pechos, de los cuales más de una vez se había declarado disconforme, el curvilíneo vientre satisfecho, y las piernas robustas, de candentes y generosos muslos. Su figura aún cimbreaba como los juncos de la orilla, y el sol besaba con sus rayos una y otra vez sus dientes perlados, que no tenían cómo ocultarse, que destellaban en sintonía con sus ojillos térreos, y le acariciaba las mejillas acalambradas de tanto sonreír, mientras que Carla casi no había cambiado de postura en todo el rato que duró el baño, siempre refugiada en la sombra.
—¿Y qué, tomamos mate? —inquirió Mónica.
—Tomen ustedes, si quieren —repuso Carla—. Yo creo que ya me vuelvo.
Mónica no quiso entender el motivo de su actitud ni de sus palabras, y le rogó que se quedara con ellos un rato más, que en la casona se iba a aburrir. Ambas discutieron hasta que Carla fue convencida de quedarse, por lo menos hasta el atardecer, cuando pensaban emprender el regreso para preparar la cena y descansar. Sin embargo, Carla se marchó antes de lo acordado. Mónica no hizo un gran esfuerzo para retenerla esta vez, y se quedó con Leo. Tras unos minutos contemplando el apacible río, viendo que el sol comenzaba a bajar, tiñendo el cielo de un glorioso dorado, los novios se levantaron y empezaron a caminar sin un rumbo fijo, tomados de la mano. Al cabo de un largo rato, se encontraron en un extremo del pueblo, a la vera de la ruta que lo atraviesa. Las sombras comenzaban a oscurecerse y alargarse. Los jóvenes se sentaron al pie de un eucalipto; la proximidad física después de días de abstinencia más que el moderado bochorno de la tarde y que la creciente oscuridad despertaba en ellos la memoria de alientos candentes, roces sugestivos, respiraciones entrecortadas, besos y caricias, del deseo rebullendo bajo la piel…
Dos peones pasaron al otro lado de la ruta, pero los novios no les hicieron caso.
—Quisiera pasar la noche con vos, y que nos amemos —dijo Mónica, y suspiró.
—¿No hay un hotel? En algún lado tenemos que pasar la noche.
—Sí, pero… yo le dije a Carla que iba a preparar la comida con ella. Ya me debe estar esperando… —dijo Mónica con más tacto del necesario.
—Podemos ir un ratito a…
—Yo quiero pasar la noche con vos —reiteró la chica.
—¿Tu hermana me va a dejar dormir con ustedes? No creo.
—No, pero…
—Mejor me busco un alojamiento, aunque sea una pieza por ahí. ¿No me querés acompañar a ver?
—Yo tengo otra idea —dijo Mónica, y sus ojos brillaron.
Sin esperar a que Leo le preguntara cuál era esa idea, le dijo:
—Podemos hacer lo que te dije la otra vez…
—¿Qué otra vez?
—Esa vez, ¿no te acordás?
—Ah… —exclamó Leo, después de un segundo, al recordar una idea que su novia le había expuesto una de aquellas noches en el umbral del edificio, pero que no habían aplicado entonces por lo arriesgado de la empresa.
Mónica se le echó al cuello.
—Así te voy a tener toda la noche para mí, en mi pieza.
Leo se quedó pensativo. Le costaba creer que su novia estuviera hablando en serio. Por otra parte, lo que más deseaba en el mundo en ese instante era no tener que separarse de ella, y si para ello era menester valerse de alguna treta, bueno, ¡que así fuera! No obstante, por proponer otra opción, él se preguntó si sería posible trepar al primer piso y entrar por una ventana mientras Carla dormía, pero Mónica se apresuró en desalentar tal ocurrencia, asegurando que no había visto una escalera en la casa, que tal entrada haría mucho ruido, y que los caseros, que quizás tenían el sueño ligero, podrían verlo escalando la pared como un ladrón y alertar a la policía, o peor, informar a la tía. De modo que habrían de intentar la idea de Mónica, aunque implicara exponerse a un riesgo, sólo que uno distinto al de ser descubierto entrando por una ventana.
Dicha «idea», como se verá, se puede describir como una «operación de contrabando».
—Busquemos un lugar más oscuro —dijo Mónica, totalmente decidida a ejecutar la operación.
Miraron en derredor, y se apartaron del camino, metiéndose entre un par de casas; no tardaron en ubicar un sitio donde unos nogales habrían de proporcionarles suficiente cobertura y sombra. Vueltos ambos una sospechosa figura opaca se ocultaron un poco tras la hierba fresca y olorosa, un poco bajo los ramajes. Lanzando vistazos en todas direcciones, para asegurarse de que nadie los viera, Mónica vació la bolsa grande y metió la mano hasta su fondo, comprobando cuánto espacio había disponible para transportar la carga a contrabandear.
—No va a entrar todo acá —dijo Mónica—. Usemos tu mochila también.
La mochila de Leo estaba casi vacía. No tenía más que la muda de ropa y unos pocos objetos personales.
—Creo que va a entrar todo —dijo él.
—Entonces ya estamos. Tenés que sacarte la ropa.
Leo vaciló un instante.
—¿Qué pasa?
—Es que, si me saco la ropa ahora, voy a querer hacerte el amor acá mismo.
Mónica rio tiernamente y lo envolvió con sus brazos.
—Pronto —musitó ella.
Se dieron un largo beso; luego, sin querer perder más tiempo, pues sabía que cada segundo de demora predisponía cada vez peor a su hermana, Mónica empezó a sacarle la camiseta. Acto seguido, Leo se sacó las zapatillas y las medias y las dejó a un costado. Y, cuando se sacó el pantalón, Mónica se le puso delante, dándole la espalda, para proteger de nuevo la desnudez de su novio de cualquier par de ojos indiscretos, que tampoco existieron allí. Con los ojos entornados buscaba algún mirón o mirona.
—Listo —anunció Leo.
Mónica dio media vuelta y, conteniendo el impulso de abalanzarse sobre él y traerlo sobre la hierba, lo contempló largamente, pensando de qué manera hacer lo que se había propuesto, cómo llevar a la práctica su «idea»; entonces abrió las manos y empezó a describir círculos delante del rostro, los brazos, el pecho de su novio, cual magnetizadora. Después exhaló aire con un profundo y sonoro suspiro, y le dijo:
—No te muevas.
Leo cerró instintivamente los ojos. Sintió temor de lo que fuera a suceder con él, pero pronto confió en su novia, en que ella sabía lo que hacía. Y ella percibió esa relajación de sus facciones, que tuvo lugar al tiempo que se le ocurría cómo hacer aquello. Y así es como lo hizo: se concentró hasta que vio cómo en la superficie de su novio se dibujaban líneas rectas verticales y horizontales, que formaban una especie de cuadrícula en su piel; esas líneas, que al principio parecían dibujadas, pronto se transformaron en hendiduras; en este punto, venciendo la impresión que causa la visión de una descomposición ordenada de un cuerpo humano en múltiples secciones, Mónica asió con cuidado, como lo haría con una pieza de jenga, un pedazo de la cabeza de Leo. Un trozo que abarcaba el parietal derecho del joven se desprendió con un suave tirón, como una fruta de la rama de la que cuelga; Mónica lo examinó brevemente antes de introducirlo delicadamente en la bolsa. Y sin dejarse impresionar por la visión de su novio mutilado, le quitó el siguiente pedazo —la coronilla—, luego el parietal izquierdo, y tras él la frente, la nuca, la nariz, los pómulos, la boca…
La operación se extendió por largos minutos; no todos los trozos del joven cabían en la mochila y en la bolsa, y Mónica no los quería embutir a la fuerza, para que no se estropearan ni se deformaran. Pensó en transportar una parte del cuerpo en un primer viaje, esconderla en una de las habitaciones de la casona, y regresar para llevarse el resto, pero no podía abandonar la otra parte de su novio allí, en la intemperie, a merced de las alimañas, o correr el riesgo de que un lugareño lo encontrara y pensara que habían descuartizado a alguien, descuartizado en el mal sentido. Por lo tanto, no tuvo más remedio que cargarse a las espaldas la mochila, y al hacerlo se dio cuenta de que no había considerado el peso a transportar. Mas no iba a escatimar esfuerzos. Para terminar, Mónica tuvo que llevar los dedos de ambas manos de Leo en los bolsillos del pantalón, y el bazo y medio pie bajo la remera. Con la espalda encorvada, cargando la bolsa ora con el hombro derecho, ora con el izquierdo, la joven recorrió los más de quinientos metros que la separaban de la casona.
Llegando al umbral, el casero la reconoció y, viendo en las tensas facciones de su rostro evidencias de un esfuerzo físico, se ofreció a ayudarle con la bolsa. Mónica aceptó sin sobresaltarse debido a que, si bien la bolsa no cerraba por estar tan llena, había tomado la precaución de cubrir las piezas de su novio que sobresalían con la ropa y las toallas. El casero, por su parte, no creyó que la carga pudiera ser realmente pesada, por lo menos no para él… Pero, cuando recibió de manos de la joven la bolsa, por poco la deja caer al piso.
—Oiga, esto pesa —dijo sorprendido, tensando bien los músculos del brazo—. ¿Qué trae acá?
—Nada —repuso Mónica, súbitamente agitada—. Compramos muchas cosas.
«¿Qué es lo que habrá comprado, que pesa tanto? ¿Un ternero?», pensó el casero, pero no se lo preguntó a Mónica, y se limitó a decir:
—¿Quiere que se lo suba a la planta alta?
En otras circunstancias Mónica se hubiera negado, y hubiera cargado la bolsa por sí misma, pero en ese punto sentía el cansancio dominar de tal forma sus miembros, y le había entrado tal nerviosismo, estando a centímetros del objetivo, del paso crítico de la operación, que terminó por aceptar.
—Sí, pero déjelo ahí nomás —respondió casi en un susurro, pecando de discreta.
Otra vez al casero le pareció rara la contestación, mas, en vez de pensar qué razón podría haber para que la chica trajera una bolsa tan pesada y que actuara de modo peculiar, como quien tiene algo que ocultar, se encogió de hombros, convencido de que no le incumbía, y abrió la puerta. Mónica entró y enfiló hacia la escalera, con el casero siguiendo sus pasos; le costaba horrores disimular su cansancio y su agitación, subiendo lentamente y en silencio, con la vista fija en la planta alta y el oído aguzado para que Carla no la sorprendiera llegando como lo estaba haciendo. La escalera llevaba directo a una sala con una mesita ratona, cuatro sillas y un televisor; mediante diferentes puertas y pasillos se accedía a dos espaciosos dormitorios y al baño. En el peor escenario imaginable, se toparía con Carla allí mismo; ésta la vería con la mochila del intruso y con la bolsa misteriosamente abultada y pesada. ¡Qué hubiera dicho si descubría que traía a su novio desmembrado! No es que se hubiera horrorizado de verlo así, literalmente en pedazos, sino que se hubiera enfurecido de que su hermana estuviera tratando de meterlo clandestinamente a la casa.
No bien los ojos de Mónica superaron la línea del suelo de la planta alta, se abrieron como platos; la respiración de la chica se cortó por un instante, y su corazón latió inseguro y en vilo. Un par de peldaños más abajo, el casero no advertía su estado, no albergaba sospecha alguna.
Por fortuna para la contrabandista, la sala estaba desierta. A punto estuvo, pues, de lanzarse a uno de los dormitorios para ocultar al menos la mochila, pero entreoyó un rumor de objetos siendo manipulados detrás de las paredes. ¿Y si se encontraba con Carla? No, antes de llevar la preciosa carga a una de las piezas, era menester asegurarse de saber dónde estaba Carla, para luego, sí, distraerla de algún modo, haciendo que le despejara el camino sin saberlo. Faltando dos peldaños para alcanzar la planta alta, se volvió y le dijo al casero tan discretamente como momentos antes:
—Está bien, déjela acá.
Y le señaló un punto bajo sus pies, invisible desde la sala. El casero volvió a encogerse de hombros antes de decir, en el tono elevado de la gente grande:
—Muy bien. Dígame si necesita alguna otra cosa.
Y bajó haciendo mucho ruido con las suelas de sus borceguíes, acaso adrede. Los ojos de Mónica se encendieron de ira, pero no tuvo tiempo de dirigirle ni un improperio mental: la voz de Carla se oyó de pronto.
—¿Mónica, sos vos?
En un acto reflejo, Mónica se desprendió de la mochila, que cayó pesadamente a sus pies y de milagro no rodó escaleras abajo. Inmediatamente después, Carla apareció en la sala. Mónica subió los últimos peldaños de un salto lamentándose en secreto de haber tratado con brusquedad a aquellas partes de su novio; una fracción de segundo más tarde, un dolor molesto afloraba de cada una de sus fibras musculares; con las manos disimulaba los bultos extraños bajo la ropa.
—Sí —contestó, y el aire no salió de sus pulmones tan fácilmente—, ya llegué.
—Ah, cuánto tardaste —dijo Carla secamente, y dio media vuelta.
—¿Preparamos la cena?
—Sí. Ya la iba a preparar yo sola —le reprochó, y regresó a la habitación.
Mónica dudó. Podía aprovechar este momento, en que su hermana estaba en una de las piezas, para llevar a su novio a la otra. Pero tuvo miedo de dar de bruces con ella lo mismo, o de hacer ruido al acarrear trabajosamente la bolsa a través de la sala… Sin embargo, tampoco podía permitir que su hermana bajara a la cocina y se topara con la bolsa y la mochila de Leo en la escalera. Algo tenía que ocurrírsele, y vaya si sucedió:
—¿Ya te bañaste? —fue a preguntarle.
—No.
Carla hizo una pausa mientras revolvía un cajón de la cómoda.
—No sabía si bañarme ahora o después de comer —y, al ver el aspecto de su hermana, añadió, a modo de mandato cuyo despótico tono Mónica conocía demasiado bien—: ¿Por qué no vas vos antes? Estás toda transpirada.
—Sí, me tengo que bañar, ¿pero no querés ir vos primero?
—No, andá vos. Yo te espero para hacer la comida.
—Bueno —dijo Mónica, mientras por dentro se paralizaba del susto, pues no quería perder de vista a su novio desmembrado, y menos habiéndolo dejado en la escalera, indefenso. Fue a dar unas vueltas por la sala, a punto de desesperar, pero entonces la situación —o el destino, llámese como quiera— le hizo un guiño: Carla fue al baño. Mónica corrió a la escalera; se cargó la mochila a la espalda, y mediante un esfuerzo supremo levantó la bolsa con ambas manos; no obstante, un segundo después se le quejaban la espalda, los brazos, las piernas, y tuvo que apoyar la bolsa en el piso, mientras la espina se le encorvaba dolorosamente. No le quedó más remedio, pues, que arrastrar la bolsa por el piso de la sala y del pasillo que llevaba al baño y a las habitaciones, y tuvo la fortuna de que su hermana no la oyera desde dentro del baño.
Las hermanas dormían en una de las piezas, que tenía dos camas; la otra había permanecido vacía durante toda la estancia de las jóvenes en el pueblo. En la pieza vacía es donde Mónica dejó a su novio, a un lado de la puerta, siendo que no cabían ni la mochila ni la bolsa debajo de la cama.
Salió de la pieza al mismo tiempo que Carla salía del baño.
—Ah —dijo ésta—, ¿dónde dejaste la bolsa con el mate y la ropa?
—Ah… Ahora te la doy —balbuceó Mónica.
—¿La pusiste ahí adentro? —inquirió la hermana mayor, señalando con la vista a la pieza desocupada.
—Sí… —repuso Mónica, mortificada por dentro.
—¿Y por qué?
—No sé… —dijo, e hizo una extraña pausa, tras la cual añadió—: Ahora te la doy.
Le entró terror de que de pronto Carla quisiera agarrar ella misma las cosas que habían llevado al río, pero eso no sucedió: Carla dio media vuelta y regresó a la sala.
—Te bañás ahora, ¿no?
—Sí, ahora voy.
Mónica regresó a la pieza vacía, aliviada como pocas veces en su vida, y en primer lugar rescató las cosas de ambas, y las separó de la ropa de su novio; en segundo lugar, buscó con ojos impacientes un sitio donde guardar las piezas de aquél hasta el momento de reconstituirlo. En un instante de lucidez atinó a arrancar el cubrecama de la cama de dos plazas, tenderlo en el piso, y envolver los trozos de Leo en él; en medio de esta presurosa tarea se tomó un segundo para hablarle al ojo derecho de su amado y decirle: «Si supieras por lo que tenemos que pasar para estar juntos». Finalmente, para no demorarse más, deslizó el bulto debajo de la cama; se llevó las cosas de su hermana y de ella y, ya en la otra habitación, por fin se sintió libre de respirar, desplomada sobre el mullido colchón.
No bien recuperó el aire, cosa que le llevó unos largos minutos, fue al baño. Nunca se había duchado con tanta prisa y temor; recordó que la noche anterior Carla le había propuesto dormir ambas en la cama matrimonial, a lo que ella se había negado aduciendo el calor, que le habría impedido descansar apropiadamente. ¿Y si esa noche, que no hacía tanto calor, le proponía lo mismo? Rápidamente ella misma respondió a esa pregunta que acababa de cruzar su mente: le bastaría con valerse del mismo pretexto, inventando una sensibilidad anómala a la temperatura, de ser necesario. Mientras secaba su cuerpo, Mónica entreabrió discretamente la puerta del baño, ora espiando con medio ojo el pasillo, ora parando una diminuta oreja para inferir o adivinar, en base a cualquier sonido que lograra captar, la ubicación de su hermana. Pero no pudo sacar una conclusión convincente, y pronto regresó a la pieza compartida.
Todo se veía normal, incluyendo a Carla, que esperaba sentada en la sala; no parecía que hubiera descubierto la inaudita maniobra que se ejecutaba a sus espaldas. Esto tranquilizó a Mónica, que ahora se sentía tentada a creer que el paso crítico ya había sido superado; por otra parte, la tensión no se puede mantener por tanto tiempo: en algún momento se libera, haciendo lugar a la tranquilidad o a la resignación, o colapsa en un ataque de nervios.
Carla optó por bañarse antes de ponerse a cocinar con su hermana, siendo que era aún temprano para esto último. Mónica entonces aprovechó para correr en puntas de pie a la habitación matrimonial, desenvolver el paquete oculto bajo la cama, e intentar reconstruir a su amado en los minutos que la oportunidad le hubiera de conceder. Con gran emoción, sin perder de vista lo mágico de la tarea, separó las piezas de aquel insólito rompecabezas humano, echándole a cada pieza una tierna mirada antes de ponerla en una esquina del cubrecama según perteneciera a los brazos, las piernas, la cabeza o el torso. Y con la amorosa paciencia de una artesana y la devoción de una mujer que ama se dedicó a unir las partes de su novio, y si le tomaba varios minutos hacer encajar una pieza con las contiguas no era porque no conociera el cuerpo de Leo, sino porque inconscientemente quería disfrutar del misterioso placer de la tarea. Además, no es sencillo reconstruir a una persona a partir de sus piezas, sean éstas diez, veinte o cincuenta. Hay que verificar que las partes encajen y se fusionen correctamente, sin que se pierda una sola célula en el proceso. Y que los cabellos o los vellos en general no queden atrapados entre dos piezas a unir, ni que los ojos ni las orejas queden del lado opuesto, ni que los dedos de la mano o del pie derecho terminen en el izquierdo, o viceversa. Y hay que asegurarse de que los nervios, los tendones, las fibrillas musculares y los vasos sanguíneos se conecten perfectamente, para que puedan recuperar sus respectivas funciones cuando el organismo se reconstituya por completo, transmitiendo la electricidad, la energía y la sangre como siempre. No es una tarea trivial en lo absoluto, como el lector se podrá imaginar. Y, cuando se dejó de oír el murmullo del agua fluyendo de la ducha, señal inequívoca de que el tiempo estaba próximo a agotarse, Mónica había logrado reconstruir sólo en parte a su amado, y lo que yacía ahora a sus pies, aún sin vida, eran el rostro y el torso de un hombre sin bazo, como el famoso escritor ruso. Muy a su pesar, tanto por no poder tener a su novio completo aún como por verse obligada a interrumpir su obra, Mónica volvió a guardar al fragmentado Leo bajo la cama, y salió ilusionada de la pieza.
Las siguientes horas transcurrieron con la misma normalidad, que era —aunque Mónica no quisiera pensar en ello ni reconocerlo— harto frágil, que se podía venir abajo con una fatal distracción. Mientras disimulaba una postura sosegada con éxito y sin demasiada dificultad, consciente de que su plan parecía haber aumentado las chances de lograrse, y se complementaba con su hermana para la preparación de la tortilla de verdura y de la ensalada de tomate y palta, Mónica no dejaba de pensar en su amado, solo, tirado debajo de la cama, a medio reconstruir. Se preguntaba con cierta inquietud si él sería consciente de todo cuanto sucedía a su alrededor; si sentía o comprendía las emociones por las que ella «tenía que pasar» y que, en cierta forma, lejos estaban aún de acabarse; si sus ojos, sus oídos, su piel, su lengua y su nariz, congelados por el desmembramiento, serían capaces de percibir los estímulos externos; y si su estómago vacío tendría hambre, si su garganta muda tendría sed, si sentiría algún dolor. Por eso supo desde el preciso momento de mezclar los ingredientes y encender el fuego que iba a sobrar comida, y que, sin que lo tuviera que saber Carla, se la habría de dar de comer a su novio.
Y después de la comida, durante la extensa sobremesa, sentadas frente al televisor, a Carla no se le ocurrió volver a proponer dormir las dos en la cama matrimonial, esa que la tía solterona nunca había compartido. Mientras tanto, había germinado y crecido la impaciencia en el fuero interno de Mónica, quien encontraba cada vez más difícil esperar a que la noche avanzara más, infiltrando el natural sueño en su hermana. Debe señalarse que las dos acostumbraban acostarse muy tarde, pasada la medianoche, y levantarse tarde también. Aquello, sumado al cansancio que arrastraba después de un día inusualmente pletórico de actividad y de inolvidables emociones, tiñó a su vez de una leve irritabilidad el semblante y la mente de Mónica, pero también le dio la idea de forzar un descanso prematuro exagerando el cansancio, haciendo que se lo confundiera con sopor.
A eso de las once y media, sintiendo que había pasado demasiado tiempo, agotada ahora también por la espera, Mónica se fue a la cama. Pero, por más que tuviera un poco de sueño, se cubrió con la sábana con miedo de quedarse dormida, y procuró distraerse con el celular. No podía hacer lo de siempre, que era conversar con su novio, pero eso no le impidió enviarle mensajes como si él hubiera podido responder a ellos. Carla daba vueltas en la sala de estar; Mónica estaba convencida de que no quería dormir aún y que buscaba aun la cosa más nimia para hacer hasta que pasaran deslizándose unos cuantos minutos más. Después de un rato imperdonablemente largo, Carla entró en la pieza y se sentó sobre el colchón, y le empezó a dar charla. Mónica le siguió la corriente primero con visible (pero amable) pereza, y luego con algo de enfado. Incluso en un punto volvió el rostro hacia la pared y se quedó allí, inmóvil y en silencio. Carla entendió que su hermana ya estaba demasiado cansada y, sin querer insistir en tener una conversación normal, también se acostó. Pero todavía tardó unos momentos más en apagar la luz…
La casona se sumió entonces en un silencio absoluto, de esos que en ciertas condiciones lo llegan a aturdir a uno. Los caseros se habían acostado hacía largo rato, acallando el crujido de las añosas duelas, y no producían ruido alguno los golpecitos mecánicos del reloj en la sala, ni el chirrido impertinente de los grillos afuera, ni la sosegada respiración de Carla. Mónica aguardaba con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad, a la que poco le faltaba para ser tan absoluta como el silencio; tan solo el farol colgado afuera, arriba de la puerta principal, introducía un resplandor atenuado y enturbiado por las vaporosas cortinas. Mónica se destapó con extremo cuidado, no descartando que Carla de pronto pudiera abrir un ojo; no obstante, ya se había hecho mentalmente de una excusa para levantarse: que tenía que ir al baño. Pero lo preferible era que su sueño no se interrumpiera, ya que éste —si no da paso a un largo rato de inconveniente insomnio, como a veces sucede— suele recuperarse al cabo de un período indeterminado y variable, lo que hubiera llevado a otra interminable espera. Mónica, pues, se incorporó y esperó a que una reacción de su hermana delatara su estado de vigilia. No la hubo; ningún movimiento, ninguna alteración en el ambiente, ni una vibración del aire. Tomando confianza, apoyó los pies en el piso y se levantó lentamente, sin despegar los ojos del bulto que yacía en la otra umbrosa cama. Volvió a esperar unos segundos; no respiraba. Finalmente, salió, y los goznes, poniéndose de acuerdo en ser cómplices de la trastada, no rechinaron ni cuando Mónica abrió ni cuando cerró la puerta tras de sí, y sólo al pestillo se le escapó el sonido de su encuentro con el hueco de la cerradura.
En la oscuridad del pasillo Mónica se guió más por el instinto que por el recuerdo del sitio donde estaba la puerta de la otra habitación; a tientas halló el picaporte. Había olvidado ver la hora, pero estimaba que faltaba poco para que dieran las dos, y había olvidado también llevar el poco de comida que había apartado a escondidas para Leo. Animada por el favorable curso de la operación, abrió de una vez y entró. Encendió la luz, sabiendo que ahora debía terminar el trabajo rápido, para volver a apagarla cuanto antes, amén de su comprensible ansiedad, impaciencia, desesperación incluso, de ver a su novio reconstituido y vivo.
Le armó un brazo, luego el otro, después las piernas y el resto de la cabeza; unió esta última al cuello y, por último, encastró cada extremidad en sus respectivas articulaciones, como a un muñeco de piezas removibles. Lo estudió concienzudamente, comprobando que no hubiera cometido un error o una omisión: todo estaba en su sitio, no había generado anomalías ni deformidades. Y, a continuación, ella, que era una diosa para él, sopló en él un hálito de vida como a un Adán (y aquí perdónese al autor esta blasfemia poética; si se quiere, se puede decir en cambio que lo que Mónica hizo fue «tomar la cara de su novio como quien toma un tazón, y luego bebió un largo beso de él»1Esta frase pertenecía al primer borrador, descartado casi por completo.). Leo abrió lentamente los ojos; sus manos, su cuello, sus piernas, se desperezaron, como tras un largo y pesado sueño. Reconoció a su novia y, sin entender bien dónde estaba, se incorporó y la rodeó con sus brazos. Ella le pidió con una mirada y un dedo en los labios que no hablara, que no podían hacer ruido; él comprendió que el plan había tenido éxito: ya estaba en la casona. Los labios de los amantes no tardaron un segundo más en unirse; las caricias se multiplicaron como si se les hubieran multiplicado las manos, los dedos, las superficies a acariciar. En un segundo que no existió el camisón de Mónica salió poco menos que eyectado; Leo hubiera aprisionado a su amada para entregarse el uno al otro allí mismo, en el piso, junto a la puerta, pero ella le mostró serpeando con su torso desnudo que había una cama de dos plazas a centímetros de ellos, y que estaba vacía. Así que ambos se pusieron más o menos de pie, sin por ello dejar de aferrarse el uno al otro con las manos, los muslos, los labios; Mónica llegó a estirar un brazo y darle torpemente un manotazo al interruptor de la luz. Muellemente cayeron ambos, hendiendo el colchón (inusual y deliciosamente suave para lo que conocían); era difícil saber dónde terminaba uno y empezaba el otro… La atmósfera se inflamaba y chispeaba por encima de los cuerpos volcánicos; algún quejido inarticulado resonó en lo más profundo de sus oídos, en el abismo al que se asoma la pasión cuando se está por consumar…
Frenando de golpe las fogosas contorsiones, hambrientas de éxtasis, advirtiendo con su último punto de contacto con la realidad que estaban haciendo ruido, Mónica logró musitar casi como un gemido:
—Está mi hermana…
Pero Leo ya no escuchaba, y si escuchaba, no entendía —no quería entender—, y no se aflojó la presión que Mónica sentía en la piel. Aprisionada entre el colchón y su novio, no podía resistirse. ¡Ay, qué débil es la carne, y más aún cuando se calienta al fuego de la pasión! Ya un par de manos, de las que no sabía si eran suyas, de Leo o de los dos, apartaban no sin algo de voluptuosa violencia la última prenda que llevaba puesta…
La puerta se abrió lentamente y a medias, sin estrépito, pero el discreto golpe del pestillo y la minúscula corriente de aire que se generó hicieron que los novios se dieran cuenta demasiado rápido de lo que pasaba. El fuego que los consumía se apagó con igual celeridad, dejando como único rastro la posición de sus cuerpos petrificados. La respiración y el parpadeo de los novios también se suspendieron momentáneamente. No obstante, sus miradas estupefactas no columbraron sombra alguna en el vano, y no porque la oscuridad fuera completa.
—¡Mónica! —exclamó una voz de mujer desde detrás de la puerta entreabierta, con un tono inconfundiblemente admonitorio, estirando un poco la «o».
Acto seguido, se oyó claramente, interrumpiendo el recobrado silencio sepulcral de la noche, el característico sonido de unos pies descalzos hollando el piso de roble del pasillo. Leo se desplomó hacia un costado, sintiéndose de pronto exánime. Mónica saltó fuera de la cama y buscó a tientas el camisón; se lo puso casi a ciegas, se arregló un poco el pelo y salió, arrimando la puerta tras de sí. Carla la esperaba en el otro dormitorio, donde ya brillaba la lamparita. Leo dudó acerca de qué postura tomar, si defender a su novia o si confiar en que ella, que conocía a la perfección el carácter de su hermana, hallara una manera de apaciguarla, y no digamos de convencerla de dejarlo pasar el resto de la noche en la casa. Dos o tres minutos de incierta espera transcurrieron antes de que se volviera a abrir la puerta suavemente. Mónica se sentó en silencio junto a él, enroscó dulcemente un brazo en el suyo y le dijo:
—Vestite, ya nos vamos.
Leo obedeció sin objetar. No se molestó en encender la luz para buscar su ropa, y se vistió en la cercana compañía de su novia.
—Vos quedate —le dijo él—, yo me voy a buscar un hotel. De última duermo en la estación.
—No. Vamos, yo te acompaño.
Leo supo que era inútil insistir, y tampoco tenía sentido ponerse a charlar cuando estaba claro que pesaba sobre él una orden de inmediata expulsión. Fue derecho a la escalera, guiado por Mónica; en la oscuridad de la planta baja ella lo remolcó prendida de su brazo. Carla no se dejaría ver, y Leo tampoco había sentido la tentación de mirar al fondo del corredor, donde la luz eléctrica dibujaba un cuadrilátero en el piso. Los novios salieron a envolverse con el relente; después de aquel ardor tan intenso en la piel, los invadió una engañosa sensación de frío. Caminaron apenas unos metros y vieron aparecer la luna; él le ciñó el talle por un momento, pero luego volvió a pedirle que se quedara, que era muy tarde para que anduviera por el pueblo. No sabía dónde buscar alojamiento, pero ¡qué va!, siempre hay formas de encontrar un lugar donde pasar la noche. Eventualmente logró despertar al encargado del único hotel del pueblo y pedir una habitación. Las hermanas, mientras tanto, se fueron a dormir —cada una en una pieza distinta—, y al día siguiente no hicieron referencia alguna a lo sucedido.
Y así es como fracasó esta inédita y curiosa «operación de contrabando».
1 Esta frase pertenecía al primer borrador, descartado casi por completo. < <