Los cínicos
Cuando aquella mañana se abrió la puerta de la oficina y entró Nardo, se hizo un involuntario e incómodo silencio. Otra vez era el último de los empleados en llegar, cosa que se había vuelto usual en épocas recientes, y que ahora no causaba extrañeza, como tampoco lo hacía su paso un poco rígido, su ligero aire de envarado, sus ojos inmóviles, que no veían colegas. Una de las empleadas, al ver en aquel semblante un gesto terrible, presintió que algo ocurriría… pero no se sorprendió. Nardo atravesó la oficina y entró en la siguiente, donde estaba su escritorio.
En principio, pese a lo que se ha insinuado, el aspecto de Nardo no tenía nada de especial. Vestía con sencillez y descuido, de jean y remera gastados, y un buzo algo raído aquella mañana. Escaseaban las señas particulares; detestaba todo tipo de ornato por considerarlo superfluo. Era un poco más alto que el promedio, pero perdía un par de centímetros al encorvarse. No se peinaba, y se afeitaba cada cuatro o cinco días. Pero, con mucho, el rasgo más expresivo de Nardo —quizás el único— eran sus ojos. Eran grandes, almendrados; bajo ciertas condiciones lumínicas brillaban enigmáticamente; eran incisivos por defecto, o fulminantes cuando Nardo se molestaba. Sus tupidas cejas, su boca un poco ancha, su nariz rugosa, sus dientes menudos, no existían sino para reforzar lo que sus ojos decían. Por ello, cuando una de las empleadas de la oficina dijo de Nardo, tiempo después, que «siempre hubo algo raro en la expresión de su cara», se estaba refiriendo en realidad a la expresión de sus ojos.
Y aquellos expresivos ojos escrutaron con un vistazo el escritorio desde la puerta que Nardo acababa de traspasar. Otra vez un silencio breve interrumpió la marcha de la vida en la segunda oficina. Alguien saludó tímidamente a Nardo, a lo que él apenas prestó atención. Buscaba con la mirada algún faltante en su escritorio, de por sí desértico en objetos. «No vaya a ser que otra vez me hayan robado la lapicera —se decía—, o, como ellos dicen, “tomado prestada”.» Pero todo estaba en su lugar.
Una vez hecha esta verificación, Nardo dirigió un rápido vistazo a su alrededor. El silencio se había disuelto en el murmullo de los teclados, en frases triviales y espaciadas, en el inconfundible sonido del agua caliente siendo sorbida. Se había disipado rápidamente la perturbación en la atmósfera causada por la fría y muda sombra que se había corporizado en el recién llegado.
Encendiendo su computadora, Nardo se decía: «Están contentas las fieras… Claro, primero están ellos, primero el mate y los bizcochitos, y sólo después viene el trabajo, y eso si vienen a trabajar». Ahora tenía la vista fija en la pantalla; no obstante, lejos de reconcentrarse en su trabajo, una especie de bruma impregnaba su mente. Ensimismado como estaba, al mismo tiempo mascullaba desde su fuero interno punzantes críticas a sus colegas. En días como aquel, Nardo los veía casi como conceptos abstractos, a lo sumo imágenes falsas.
«Está claro para cualquiera que lo quiera o lo sepa ver. No es que yo sea un genio: simplemente soy un observador.»
Le complacía referirse a sí mismo con ese término: «observador», y no perdía ocasión de hacerlo. Pero me permito señalar que sus afirmaciones provenían —prejuicios aparte— menos de una admirable capacidad de «observación» que de haber compartido con sus colegas años enteros en el lugar de trabajo.
Lenta y maquinalmente se puso a revisar sus tareas del día.
Sin embargo, su atención fluctuaba caprichosamente. Un bocinazo que de alguna manera lograba resonar en la oficina, los ruidos de la impresora o, sobre todo, la cháchara banal de los compañeros hacían que la agilidad y lucidez mentales de Nardo duraran instantes. A decir verdad, era la irritación, el rencoroso desdén a sus compañeros lo que afectaba su desempeño laboral. Ciertamente aquellos «conceptos abstractos» en que los había convertido sabían interferir con la realidad de su mente.
Alguien de la oficina contigua entró a pedir yerba.
—Ya te dimos ayer —le dijeron, en tono de broma—. Nos vas a tener que comprar un paquete.
—Pasa que estamos a fin de mes… Estamos complicados con el presupuesto.
—Sí, no puedo esperar a cobrar…
—Yo tampoco. Lo necesito.
Etcétera.
Nardo torció la boca y los ojos en un mudo gesto socarrón sin dejar de leer en la pantalla. El diálogo que acababa de oír le pareció un chiste de mal gusto.
Prácticamente todos los días oía cosas por el estilo, comentarios cuyo origen estaba claramente —para un «observador» como él— en el «mal del progreso», en la abundancia o, si se quiere, en la falta de preocupaciones acuciantes.
«Ahí los tenés otra vez. Dicen que cobran poco, que les cuesta llegar a fin de mes, pero apenas vienen a trabajar. Se van temprano, ¿y después qué? Entregarse al vicio… Eso es: el vicio y la ociosidad. La ociosidad engendra el vicio; es su raíz. O quizás es el aburrimiento. Una ociosidad sin sentido, sin propósito, se convierte en aburrimiento, y el aburrimiento engendra todo tipo de vicios. No hacen nada productivo, ni nada edificante.»
Lo distrajo ese potente resplandor que aclara y atraviesa misteriosamente las nubes de un cielo cubierto. No era cosa difícil, teniendo la ventana en diagonal a su asiento.
«Se quejan de todo, especialmente de las nimiedades, pero en el fondo están satisfechos, no les falta nada, y todavía quieren más. No conocen el hambre ni las privaciones. Son inconscientes, pues no se dan cuenta de que muchos ahí afuera quisieran estar en su situación. ¿Cuántos trabajadores quisieran cobrar lo que nosotros? Pero ellos son privilegiados, no pasan hambre, siempre pagan el alquiler… No sólo son inconscientes, también son cínicos. Son todos unos cínicos.»
Otra vez se sintió satisfecho de su reflexión. Había dado con la palabra justa, con lo que describía a la perfección a aquellos inconscientes: «cínicos». Infló el pecho y lanzó una mirada desafiante que nadie vio, casi paladeando el miserable deleite de arrojar a quien se desprecia un improperio doblemente hiriente: por lo ofensivo de la palabra y por lo acertado de ella.
¡Cuántas veces se había imaginado erguido frente a sus compañeros, exponiendo en voz alta sus «agudas» reflexiones, humillándolos magistralmente! ¡Qué ganas tenía, en días como aquel, de apostrofarlos! Soñaba con apabullarlos, aplastarlos, con su indiscutible superioridad intelectual y moral. Estaba del todo seguro de que, si se le dejaba decir todo lo que pensaba de ellos, terminaría por hacerlos llorar.
La animación de ese extraño tipo de triunfo futuro lo puso a dar una vuelta por la oficina. Como a modo de práctica, los pasos que daba eran idénticos a los de sus fantasías.
«Viven en una burbuja, aislados de la realidad, de las miserias que nos rodean. Sólo se preocupan por ellos mismos. Yo, por el contrario, soy un hombre honrado. Vivo sin tratar de hacer daño a nadie y tratando de darle un sentido a mi vida. Vengo y hago mi trabajo; no me molesta trabajar. A ellos, en cambio…»
Miró de reojo hacia atrás. Las voces se habían silenciado casi por completo, cediendo el terreno al mecánico golpeteo de los teclados y a los sonoros e intermitentes clics. Fue a sentarse de nuevo y a seguir trabajando.
Algo pudo hacer antes de que una tímida voz interrumpiera bruscamente su concentración. Desde el extremo de la oficina se esparcieron sin elevarse los versos de una canción de moda. En el asiento contiguo los acompañó un silbido entrecortado.
No le hizo falta a Nardo echarse hacia atrás y buscar con la mirada la fuente del tímido canto. Bien sabía de quién se trataba: del que ocupaba el último escritorio de la fila. La voz tremolaba y desafinaba, y sonaba ora gutural, ora nasal.
«Ahí está otra vez —pensó Nardo—. Hoy parece estar de humor, que se puso a cantar, o bueno, lo que sea que esté haciendo. ¿O está afirmando su propia existencia, aturdido por este silencio? Aturdido no, más bien diría consciente de su insignificancia. Canta como lo que es: un cobarde. Y no sólo eso: es también el ser más arrastrado del lugar. Sólo hay que oírlo hablar con el jefe para darse cuenta de lo hipócrita que es. Se desprecian mutuamente, pero hablan como si todo anduviera de maravilla entre ambos. Así es como uno se da cuenta de que la única razón de que gente como él pueda existir y medrar es por la benevolencia de los demás, por lo que llamamos buenos modales… Sin embargo, él va a decir, como lo hizo una vez, que es “mimético”. ¡Por favor! Más que mimético, es emético.»
Sonrió para sus adentros. Cuando estaba particularmente irritable, tenía la asombrosa capacidad de proferir los más mordaces epítetos —eso sí, siempre en silencio—.
«Y hay días en que lo ves tirado en su asiento como un trapo viejo; no está vivo, pero tampoco se murió… Trabaja sin ganas; se nota que no quiere estar acá. Es lento y se va temprano, o cuando le place. ¿De dónde sale la gente como él? A veces incluso pienso que es inferior a todo ser humano… Pero no es que me moleste. Me molestaría si no fuera tan insignificante como es…»
Un toque en su hombro lo devolvió súbitamente a la realidad. Laura estaba de pie junto a él.
—¿Te sentís bien?
Entonces Nardo se dio cuenta de que tenía los dedos engarabitados en el aire, y que había estado viendo la nada a través del vello de sus cejas, a tal punto se le había fruncido el ceño.
—Sí, gracias —musitó, y aflojó la mandíbula, los brazos y el cuello.
—Bueno —dijo la joven, y deslizó los dedos de una mano en su hombro con femenina delicadeza mientras se apartaba.
De pronto, Nardo se sintió débil, pero no de cansancio. Su mirada apagada reptó por el escritorio. Un reproche proveniente de las abismales profundidades de su conciencia se le atoró en la garganta. ¿Eran de verdad tan malos sus compañeros? ¿Eran de verdad todos «cínicos»? La desarmadora caricia de Laura acaso desmentía sus aseveraciones. Sin embargo, tras aquella caricia había vislumbrado una mirada condescendiente. ¡Y cómo odiaba las miradas condescendientes! ¡Con qué dolor lo punzaban! ¡Qué desnudez más fría le hacían sentir!
«Qué pena —pensaba, por su parte, Laura—, que se haya vuelto así. Si antes estaba todo bien con nosotros, si éramos tan amigos. ¿Será que sin querer lo ofendimos?»
No se sabe cuánto más avanzó Nardo en sus tareas antes de que se levantara de nuevo. Ni se sabe la razón de que lo hubiera hecho. Sólo fue a la oficina contigua, donde lo que con mucho atraía la atención era el par de empleados que conversaban en medio de la hilera de escritorios. Una era Vera, a quien oímos silbar distraídamente hace instantes. El otro era un joven de barba no muy tupida, lanosa, de un negro uniforme, y de ojos pequeños, bondadosos y marrones. Debido a estos rasgos y a su carácter Nardo se refería a él en su fuero interno como «Corderito», aunque no sin una dosis de sarcasmo añadido. Porque Nardo veía en la apariencia del «Corderito» un disfraz que ocultaba a un joven lobo hambriento, que iba con una bella sonrisa y dulces palabras en la punta de la lengua a ganarse el favor de las señoritas. Vera la primera, que visitaba con frecuencia el escritorio del «Corderito» y charlaba animadamente con él delante de todos; también se saludaban afectuosamente por las mañanas y con cierta frecuencia se retiraban juntos. Y el hecho de que ambos tuvieran sus respectivas parejas no obstaba para que circularan comentarios y miradas cómplices en el trabajo; por el contrario, parecía estimularlos, al introducir el asunto en terrenos escandalosos.
—Ayer acompañé a mi novia a tal lado —decía el Corderito.
—Esta noche tengo planes con mi novio —decía Vera.
Y el resto, escuchara o no la tertulia, callaba en su presencia. En la otra oficina, Laura murmuraba, divertida, a través de sus nacarados dientes:
—Esos hablan de «mi novio» y «mi novia», ¡y son ellos unos tórtolos!
A lo que Nardo hubiera dicho con total seguridad:
—Es que son unos cínicos.
«Les gusta ese juego. Es un juego, el mismo viejo juego de la coquetería, ese que inventó Eva. ¡Muéstrenme una sola mujer que no lo disfrute! Y no es que Vera sea una desvergonzada, sino que quiere demostrar que no le importa lo que pensemos de ella. Como si hubiera algo heroico en su forma de actuar; como si nos arrojara al rostro su desdén por nuestro falso puritanismo, a nosotros, los “ciudadanos biempensantes”, etcétera, etcétera. Realmente la gente inventa historias delirantes de la nada. Pero a mí no me importa, ni me molesta; no hay nada que arrojarme al rostro. ¿Por qué habría de hacerlo? Yo no los juzgo, soy simplemente un observador; observo lo que tengo enfrente, y ellos se me ponen enfrente sin que se los pida. Los cínicos que usan a la pareja para encubrir el grado de atracción que se tienen mutuamente.»
Volvió a ocupar su asiento.
«¿Y qué decir de él? Quizás disfruta el juego más que ella… siempre que no tenga intenciones serias. Por lo pronto, le da aire con el que inflarse el pecho y andar tan satisfecho de sí mismo. Otros, como yo, por el contrario, somos totalmente distintos. Yo soy un hombre honrado; de chico mi mamá me decía “No te metas en nido de tórtolos”. Y lo cumplí.»
Permítasenos decir, para hacer honor a la verdad, que la tal frase nunca había existido, sino que Nardo la había inventado para su imaginario público.
Mientras tanto, una sombra cruzó su rostro.
«Qué triste sería —se dijo amargamente, pero un acento malévolo envenenó la palabra “triste”— que él tuviera intenciones serias con ella, que se confundiera. Ella de seguro lo rechazaría.»
Una carcajada estalló de repente. Nardo hubiera lanzado una mirada como de fiera enjaulada, pero se contuvo milagrosamente.
«Están contentas, ¿eh?, las fieras. Están contentas, a pesar de todo lo que pasa en el mundo. Qué tranquila es la vida en sus burbujas, ¿no? Qué agradable es vivir en la comodidad y la abundancia a la que tan desesperadamente se aferran, a salvo de la realidad. Y no hablo de ignorar las guerras en países lejanos, ¡sino de lo que vemos todos los días en la calle! Pordioseros, borrachos, ladrones de todos los tipos… Pero ustedes, ustedes, voltean la mirada y se tapan los oídos, y rápido se meten en casita. No les importa nada que no sea ustedes mismos. Y, como si fuera poco, tienen el descaro de hablar de sus insignificantes problemas, de que les cuesta llegar a fin de mes, etcétera, etcétera, como si fueran serios, ¡como si no hubiera pobres gentes en situación mil veces peor! ¡Si para ustedes lo peor que les puede pasar es que la empleada de la tienda los mire mal, o quedarse sin batería en el celular!
»¡Cínicos! No quiero oírlos hablar de empatía, cuando no son capaces de reparar en la miseria que nos rodea. Y no le falten el respeto a los que sufren, haciéndose ustedes los sufridos. ¡Si no conocen lo que es el verdadero sufrimiento!
»Pretenden restregarme en la cara su felicidad mal habida. Pero no puedo darles el gusto de quejármeles, ni de expresar mi desaprobación hacia su actitud.»
Y casi se le escapa verbalmente:
«¿Y qué derecho tienen a esa felicidad?»
Otra vez una sombra cruzó su rostro. Nardo era de aquellas personas que no creen en la felicidad, que no ven en ella más que una zanahoria que uno se pone delante, tratándose a sí mismo de burro. Vera pasó detrás de él.
«Mientras tu amigo siga tomándoselo como un juego, seguirán alegres y felices, ¿no es verdad? Pero si se equivoca y da un paso en falso, ahí se van a acabar las risas.
»¡Cuidado, Corderito! No vayas a morder el anzuelo. Que, además, puede que alguno se alegre de que des el paso en falso; por ejemplo, el jefe, ¿eh?, ese viejo zorro que está enloquecido con Vera, ¡el depravado!»
Sonrió amargamente, o, mejor dicho, torció sus labios en una mueca de despecho.
«Pero, ¿y si Vera sí le hace caso?», susurró con pasmosa claridad una voz entrometida en su cabeza.
Pretendió alejar de sí aquel pensamiento tan incómodo y desagradable; no obstante, éste ya se expandía en su interior como un veneno que le hubieran inyectado.
«¿Es que él va a ser tan afortunado? ¿Es que ella podría dejarse tentar… por él? No, no, ¡eso no puede ser!»
Sus propias palabras no lo tranquilizaron.
De nuevo brotaron risas. Nardo contuvo la respiración; luego apretó los dientes.
«Y ustedes, ¡qué felices son!»
—¡Y no se dan cuenta de nada! —murmuró, con la poca fortuna de que involuntariamente ya tenía la mirada clavada en el grupito que, a su izquierda, conversaba alegremente.
—¿Qué cosa? —preguntaron.
—¿De qué no nos damos cuenta?
Un temblor recorrió a Nardo en cuerpo y mente. Apenas pudo levantarse y, asido del respaldo de su silla, decir:
—De que hacen las cosas de la manera equivocada. Se ríen, ¡ji-ji, ja-ja!, pero vivir no es cosa de risa. Se lo pasan tan tranquilos y alegres siempre, sin pensar en que hay tanta gente ahí afuera que lo pasa mal. ¿Cómo pueden ser felices, con toda la miseria que existe en el mundo?
—Bueno, ¿y eso qué tiene? ¿Por qué nos criticás?
—No es mi culpa que otros tengan problemas, o que vivan mal, como vos decís.
—¡Claro que no! —exclamó sarcásticamente, y prosiguió con creciente exaltación, encendidos los ojos, rojas las mejillas, escupiendo gotitas de saliva—: Mientras tanto, miren cómo viven: malgastando su vida en un trabajo deshumanizante, sólo porque no saben hacer otra cosa y no quieren aprender a hacerla; no les interesa aprender nada, sino sólo cobrar su sueldo y no molestar a nadie. Ni se animan a hacer ningún cambio en su vida que sea para mejorar…
La estupefacción de los compañeros de Nardo se trocó en indignación.
—Bueno, ¿y, según vos, cómo hay que vivir, vos que sabés tanto?
—Podrían al menos hacer algo por los demás, ustedes que son tan egoístas. Ayudar a los pobres, o…
—¿Y a vos desde cuándo te importan los pobres?
—¿Es que vos ayudás a los pobres, para venir a criticarnos?
Si este tenso diálogo hubiera tenido lugar en su imaginación, como solía hacerlo, Nardo hubiera respondido que sí, que él se dedicaba después del trabajo a realizar «labores humanitarias». Pero en la vida real eso no era cierto. Nardo sólo fantaseaba muy de vez en cuando con ser un héroe para los necesitados, con entregar sus energías abnegadamente en aliviar su sufrimiento de las más variadas maneras.
—No se trata de mí. Se trata de gente infortunada a la que ustedes ignoran.
—¿Y? Es mi problema si la ignoro.
Esta sencilla respuesta silenció a Nardo. Nunca, en todos los escenarios de su imaginación, había contemplado la posibilidad de aquellas palabras que no encerraban argumento alguno. Se limitó a sostener su grave mirada en los ojos a un tiempo ofendidos y temerosos de Vera por un instante, antes de percibir que había alguien detrás de él. Laura presenciaba la escena desde la puerta.
El ardor en los ojos de Nardo se apagó de repente, casi al mismo tiempo que hallaba una mirada apenada en la chica.
Se retiró rápido y en silencio, cual un espectro que tuviera la cabeza gacha. Sin tener que levantarla, vio cómo se le ponía delante la mirada condescendiente de Celina. Y otra vez el dolor, el acibarado ardor. ¡Qué insoportable mirada la de aquella noche oscura!
«¡Celina! No te tenías que ir.»
Quién sabe en qué mezcla de sentimientos se vio inmerso entonces: ¿culpa, dolor, ira, vergüenza? ¿Y hacia quién: hacia sí mismo o hacia Celina, o acaso a un tercero impersonal, imaginario y, por eso mismo, conveniente chivo expiatorio? Porque una cosa era cierta, y él había dado algún detalle ambiguo y aislado a Laura tiempo atrás: él había —por emplear sus expresiones— «mordido el anzuelo» de Celina, dado «el paso en falso», sido «objeto de sus coqueteos».
¿Es más doloroso el grito desgarrador que no puede exteriorizarse, que muere en una brusca mirada a lo alto, en un movimiento anormal de la mandíbula, en un ademán extraño, o, por el contrario, es menos genuino si no puede superar barreras físicas?
Salió a la calle sin detener su marcha y sin mirar por dónde iba, y mucho menos sin un rumbo particular. Tan sólo dobló la primera esquina y enfiló por una de esas calles tan típicas de ciertos barrios de Buenos Aires, flanqueada por edificios algunos centenarios, otros más recientes, pero todos ellos altos, de seis pisos o más, hecha un sombrío pasadizo. En esas calles, las veredas parecen más estrechas de lo que son; de hecho, desde abajo el cielo mismo lo parece también, y el horizonte tiene el ancho de un alfiler. Apenas se veía un toldo de nubes plomizas, del que se filtraban tibios y pertinaces goterones. Mas Nardo nada de esto percibía. De hecho, quizás fue casualidad que no pisara al indigente que dormía sobre un cartón justo a la vuelta de la esquina. A aquél, el balcón de un edificio le hacía las veces de techo, impidiendo que la lluvia interrumpiera su sueño.
«Celina caminó estas calles. Si ella vivía a cinco cuadras.»
Hoy, por lo que se sabe, Celina vive en España.
Recordó, sin que viniera al caso, una galería comercial de la Avenida Triunvirato, el «Paseo Urquiza», por la que había pasado en varias ocasiones. De ella, lo que más le llamaba la atención era ver, desde la vereda opuesta, que encima de la galería se erguía un solitario y enorme edificio de departamentos. Esa clase de contrastes a un «observador» no se le pasan desapercibidos.
«¿Qué pasaría si, de pronto, un día ese edificio cayera a un costado y aplastara toda la cuadra?»
A mitad de cuadra, sentados en el umbral de un cajero automático, dos linyeras veían el tiempo pasar. Uno de ellos, más joven y corpulento, pero no más aseado que el otro, le decía sentenciosamente, con la voz enronquecida:
—El que e’ boludo e’ boludo, ¿vite?
Pero Nardo no los oyó, ni reparó en su presencia siquiera. No podía decirse que sus sentidos no captaban los estímulos a los que son sensibles; no obstante, todo se distorsionaba al momento de interpretar dichos estímulos por medio de su mente. Así, los zumbidos de los autos sonaban como lejanos ecos, la humedad de la ropa no era sino el posarse de algo mullido en su cabeza y extremidades, y la luz grisácea que caía del cielo… no era otra cosa que una ilusión. Todo el mundo que se le ponía delante era una ficción, mientras que lo que veía en videos cortos y en imágenes era de facto la realidad. Y con los sentidos embotados y la mente ocupada en pensamientos de un mundo abstracto no podía prestar atención a su entorno.
«Cínicos. ¿De dónde viene el cinismo? De saber qué es lo que está mal y, aun así, no hacer nada al respecto. De hecho, es peor que no hacer nada al respecto: es acostumbrarse al mal, tomarlo por una cosa natural. ¿Y cómo se acostumbra uno? Esto es, ¿por qué no hacer algo al respecto? Por pereza. Esto es muy sencillo en realidad. La pereza, la búsqueda de la comodidad, la ociosidad producto del progreso nos ha hecho esto. Encerrarnos dentro de nosotros mismos, aferrarnos a las aspiraciones más mediocres. “Siempre que no me afecte, bueno, supongo que se puede tolerar”, ¿verdad? ¡Qué pensamiento más absurdo! ¡Sólo unas pobres almas diminutas pueden querer vivir así, en mezquina resignación, poniendo excusas para su miedo y su cobardía! Por eso odiamos a nuestros empleadores, pero no faltamos ni un día al trabajo; y por eso también votamos sin falta a nuestros opresores. Sabemos que consumimos veneno, pero no lo cambiamos por nada. Y ahogamos el poco seso que nos queda con la pantallita, ¡si hasta nos la llevamos al baño!
»Pero, ustedes dirán: “¿Cómo se combate el mal, cuando está tan extendido, cuando cualquier esfuerzo que yo haga no servirá de nada, no cambiará nada al final; cuando, en todo caso, incluso si yo hago mi parte, los demás no harán la suya?”. Más vale elegir, de entre todos los males, el menor, y así ir tirando, “como se pueda”, ¿verdad?
»Es que, por otra parte, a nadie le gusta pensar que lo que hace, más aún si se trata de lo que le gusta hacer, o de lo que adoptó como costumbre y ahora hace por irreflexiva inercia, pueda ser perjudicial para otros, o que tenga consecuencias negativas. Llevando este pensamiento al extremo, se podría decir que el mero hecho de existir uno implica perjudicar a otros. Porque somos parte de un sistema que necesariamente tiene que oprimir a alguien, que siempre tiene que hacerle daño. Somos engranajes cuyo movimiento se transmite a otros engranajes más lejanos. No existe en el fondo la posibilidad de que absolutamente todos y cada uno de nosotros sea feliz. Lo que uno quiere tropieza con lo que quieren o con lo que es mejor para otros.
»Pero, entonces, ¿cómo hace uno para vivir sabiendo que el sólo hecho de existir implica el sufrimiento ajeno? Bien, sólo hay dos maneras: una es pretender con todas las fuerzas ignorar este hecho, cerrar los ojos para no ver; la otra es… volverse un cínico. Vivir sabiendo que la existencia de uno resulta en daño ajeno, y aún así no hacer nada para subsanarlo.»
Se detuvo en seco. Estaba en una esquina; una nube se había rasgado y un caluroso rayo de sol hendía la espesa humedad. Estaba como ciego, alelado, fuera de sí en cierto sentido. Estaba empapado y, para colmo, la lluvia había amainado, mas no cesado.
Una voz se deslizó como terciopelo en sus cavilaciones.
—Disculpá, ¿estás bien? Está lloviendo y estás mojado.
En medio de la pegajosa bruma tomó forma, a una distancia segura, la figura de una joven vestida con sobretodo y botas altas; espesas ondas castañas y un pañuelo anudado al cuello enmarcaban su fresco y preocupado rostro. Con ambas manos la chica sostenía un paraguas.
Nardo tuvo ganas de decirle: «Es mi problema si me mojo por estar lloviendo, como vos decís, o si me quedo parado». Pero ya no estaba irritable y, además, dentro de sí surgía una respuesta mejor. Y esa respuesta mejor, como si hubiera cobrado vida propia, pretendió exteriorizarse verbalmente por su cuenta.
—No, no puedo decirles que «es mi problema». Nunca se trata exclusivamente de uno mismo. Cuando ustedes dicen que «es mi problema», se están olvidando de que todo lo que uno hace, aún lo más insignificante, repercute en el entorno, en los demás —le hubiera explicado. No lo hizo porque sabía, aun en su estado, que desafortunadamente la joven no lo entendería, y, al mismo tiempo, le dio pereza el sólo considerar proveer el necesario contexto a alguien a quien no conocía y de quien no se podía suponer que le interesaran los detalles de su situación.
De modo que no dijo nada; acaso remedó con una mueca vaga una sonrisa triste, y echó a andar de nuevo.
La joven lo siguió con una mirada compasiva, y pronto retomó su propio rumbo.
Nardo, por su parte, anduvo con actitud pensativa, pero ya no pensaba realmente; sus razonamientos y reflexiones habían hallado inopinado límite. Y en su magín, cual salón ocupado por una muchedumbre alborotada, voces de lo más disímiles pugnaban por hacerse oír, destacando por sobre las demás. Como era de esperar, ninguna idea salió en limpio hasta que la muchedumbre no se calmó. Para entonces, Nardo había recorrido toda una cuadra, deteniéndose incidentalmente en otra esquina. Con un resto de lucidez, intentó retomar el hilo de sus pensamientos.
Y, cuando logró por fin hacerlo —no del todo bien, sin embargo—, inspiró ruidosamente, miró hacia todos lados… y volvió lentamente sobre sus pasos, hacia el trabajo.
Y hasta aquí lo seguiremos; no es menester prolongar aún más este relato. Sólo, para terminar, me permitiré afirmar que, si bien es cierto que el propósito de la vida, lejos de ser la búsqueda afanosa de la felicidad, es la de buscar la verdad, esto mismo no es algo que todos puedan hacer. Para quienes comprendan esto, se vuelve un deber contraer la responsabilidad de actuar en consecuencia siguiendo la voz de la conciencia, esto es, en pocas palabras, «hacer lo que hay que hacer». Y eso no todos son capaces de hacerlo. No basta con tener sed de respuestas o darse cuenta de que «algo anda mal»; sin una disposición espiritual apropiada no se llegará a ningún lado. Queda a cargo de «ustedes, ustedes», como diría nuestro amigo, reflexionar sobre este punto si así lo desean; por mi parte, he querido, en calidad de narrador, añadir estas palabras para que nuestros amables lectores no se queden con una única opinión o punto de vista.