Visiones de una ciudad más allá

· · · ·

Bar 404

Son exactamente las nueve menos cuarto de la mañana, y estoy en una de las cafeterías del aeropuerto de este país desconcertantemente neurótico, con el diario de viaje que se suponía que para este momento debía estar repleto de información sobre la mesa, pero que no ha pasado de un cuaderno raquítico de registros. Y, no tanto para condensar todo lo relacionado al proyecto que me ha traído aquí (o que yo he traído aquí) como para ocupar las hojas del cuaderno que han quedado en blanco es que he decidido hacer un recuento de mi viaje.

Un tazón de café doble no llega a ser suficiente para mantenerme en apropiada vigilia, lo que quizás resulte en una narración desmañada, entrecortada, plagada de excursos. Al menos mi somnolencia forzada por el paro de empleados de la aerolínea local —mi partida estaba programada para hace cinco horas— adormece la impresión que tengo en este momento acerca de mi situación. Así evito con relativo éxito el recriminarme injustamente que he tomado la decisión equivocada y venido a perder el tiempo a un lejano país buscando algo que no existe.

Bueno, que tal vez no existe, duda fácil de albergar atendiendo a, en principio, dos razones: la primera, que el que no se pueda observar algo no significa que no exista; la segunda, que no todo lo que habita el mundo de las abstracciones se proyecta en el mundo físico. (Nótese que ambas razones no son mutuamente excluyentes.) Ahora bien, en mi caso, ese «algo» que tal vez no existe es un bar.

Una ociosa tarde de hace siete meses, leí un artículo en internet acerca de un bar que estaba en esta ciudad, pero que no podía ser hallado si se lo buscaba, y al que, en cambio, sólo se podía llegar inintencionadamente, esto es, uno sólo se podía topar con él. Sí, tan increíble como suena, nadie sabía dónde quedaba. No había una dirección registrada en mapa o directorio alguno. Sin embargo, ese bar existía; era real, según los testimonios de varias personas que aseguraban haber estado allí. En todos los casos documentados —informalmente y en la red—, aquellas personas se habían topado con el bar por casualidad, en un sitio diferente según el caso, y luego, al pasar de vuelta por ese mismo sitio, el bar ya había desaparecido. Curiosa o sospechosamente —de acuerdo con la postura que se tenga acerca de la existencia de tal lugar—, todo aquel que había acudido al bar olvidó su nombre una vez que se retiró del mismo. Por este motivo, los investigadores fuimos quienes tuvimos que ponerle un nombre —o sobrenombre, mejor dicho— al establecimiento. Para la mayoría, es el «Bar Fantasma», denominación que a mi juicio personal es la más apropiada. Pienso entre dos cabeceos prudentemente espaciados que yo le habría puesto el mismo nombre. Otro estudioso de esta leyenda urbana que además resultó ser un aficionado a la computación lo bautizó «Bar 404», es decir, «bar no encontrado»; los pocos escépticos que han decidido analizar el caso lo suficiente como para llegar a elaborar una opinión imparcial, por su parte, prefieren referirse al sitio como «el bar que no existe».

Mas las curiosidades del misterioso bar no terminaban ahí ni mucho menos. Una vez dentro —siempre según los supuestos clientes—, son ofrecidos, aparte de las bebidas que uno normalmente encuentra en ese tipo de establecimientos, tragos y platos estrafalarios, incluso bizarros. Un cliente afirmó haber visto escrita en una pizarra colgada en una pared de ladrillos sin enlucir en medio del salón una oferta de dos por uno en «huevo frito líquido pasteurizado». Otro recordó, al otro lado de la barra, enmarcado en un cuadro como si de una fotografía histórica se tratase, una publicidad de gelatina dorada de hongos. También hay asentadas referencias a cerveza sin sal, a perfume de nabo destilado, a esencia de caracol con vodka, a café de merengue a la madera adobado con jarabe de apagón y a algo a lo que llamaban «vino pizzero». Y, como si todo ello fuera poco, un testigo describió el uso de vasos «ecológicos» cónicos hechos de papel de diario, en los cuales se podía servir cerveza sin que el vaso se mojara y se deshiciera, derramando el precioso líquido. El mismo testigo declaró además que había preguntado a un camarero cómo era posible que el vaso mantuviera su integridad física, a lo que le fue respondido algo que el sujeto posteriormente «olvidó», pero que en mi opinión no debe tener más misterio que un simple truco de magia. Inoportunas fallas en la memoria de los supuestos clientes, como la antes mencionada, y otros inconvenientes igual de convenientes eran el combustible que alimentaba el escepticismo generalizado de aquellos que se enteraban de la leyenda, amén de, por supuesto, el carácter por demás inconcebible e irreal del bar —más propio de un cuento fantástico creado por la mente de alguien de imaginación tan pletórica como cuestionable (puede ser que la idea de un «Bar 404» se le haya ocurrido a un individuo mientras viajaba en colectivo, y que luego, a partir de esa idea, aquél hubiera comenzado a tejer una historia que la justificara, como una araña teje una trampa sedosa en la que algún incauto ha de caer), o de, desde luego, una oscura y poco conocida leyenda urbana de una ciudad lo suficientemente grande como para que ocurran esta clase de cosas o para que alguno de sus habitantes pueda inventarla y luego ofrecerla a sus congéneres y dejar que se propague lentamente, sin prisa—.

Tangenciales hipótesis aparte, el asunto cautivó mi atención. Acaso por deporte, lo primero que hice al abandonar la computadora fue esbozar o proponer al aire posibles explicaciones para el caso. Pero, cuanto más me devanaba los sesos, menos convincentes se me antojaban mis elucubraciones. Así pasé toda aquella tarde, y fue en la noche que disolví en cerveza mis últimos pensamientos al respecto. Sin embargo, al día siguiente los retomé, tan atrayente en lo abstruso me parecía el misterio. Exploré todos los posibles ángulos del asunto, llegando a tratar de ponerme en la piel de alguno de los «testigos». Me pregunté cómo sería ir tranquilamente por la calle, toparse de pronto con un bar de fachada no necesariamente especialmente llamativa, y, por una corazonada, o quizás simplemente por un capricho espontáneo, entrar para darle una oportunidad al establecimiento, y que se le sirva a uno una experiencia inolvidable y surrealista en la forma de visiones alteradas por la iluminación extravagante, de jarabe de apagón u otras bebidas cuyo nombre invita sólo a los inconscientes valientes a beber, y de platos inexplicables, concebidos acaso por la febril imaginación de un loco.

Volví a la computadora, a la búsqueda de cualquier idea, de cualquier pista. Cuando me di cuenta, ya había recorrido exhaustivamente los blogs y sitios web donde habían quedado asentados los pocos testimonios existentes —dejados a medio compilar por investigadores pioneros, y comentados por ellos también—, y extendido mi búsqueda al terreno de las redes sociales, a la pesca de comentarios o discusiones acerca del misterioso bar, y recogí los que me parecieron relevantes. Desde luego, tuve que tender un puente con el traductor en línea hacia los testimonios que iba encontrando en la red, imperfectas como pueden haber sido las traducciones, pues no me daban por sí solas una idea del estado mental o emocional en que tales testimonios habían sido redactados si yo no los moldeaba a la manera de un filólogo. Y no dejemos de mencionar mi relativo desconocimiento del idioma y en particular de su jerga urbana y a la poco colaborativa laxitud gramatical y ortográfica de la mayoría de la gente. Pero yo elegía imaginar que nadie podía salir del misterioso bar indiferente o imperturbable, que la visita al «Bar 404» marcaba un antes y un después en la vida de cada cliente, para bien o para mal. Y que, tan única e irrepetible era la experiencia, que de hecho no se repetía, que, al querer regresar, los testigos no habían logrado reconocer la fachada. Y esto me hacía concluir que precisamente en ese hecho residía la excepcionalidad del caso, en el volverse uno consciente de que no se le será dado repetir la experiencia. Y pensaba con insistencia: ¿qué pasaría por la cabeza de un previo cliente al dirigirse al sitio donde creía recordar que estaba el bar, sólo para no hallarlo? Su primera reacción sería ir y volver por la cuadra, despacio, buscando con la mirada el frente del bar y, al no tener éxito, preguntarse si no estaría equivocado, si la memoria ha tenido un pequeño fallo. Y uno suele ser lo suficientemente humilde para contemplar la posibilidad de una pequeña falla en la memoria, entonces, tomaría la decisión de recorrer igual de lento las cuadras aledañas, pues el bar no puede estar lejos de donde lo había empezado a buscar. Pero no aparecería, incluso si se detuviera cada tanto y mirara con atención las fachadas de cada local comercial, y esto es lo que incomodaría a cualquiera. Las preguntas no tardarían en acumulársele en la cabeza: «¿Cómo puede ser? ¿Dónde está el bar? Si he estado aquí hace un par de noches. ¿He olvidado dónde está?». Alguno fácilmente hipotetizaría que el bar haya cerrado de un día para el otro, pero los locales comerciales no suelen desaparecer sin dejar rastro: por un tiempo permanecen visibles las ruinas del negocio, generalmente el letrero; además, en ocasiones, el dueño saliente no se molesta en empapelar los cristales, y así, a través de ellos se puede observar el salón vacío y oscuro, polvoso y silente. Y en este punto, en que una búsqueda ampliada no da resultado, en que el bar muestra tenacidad en su resistencia a ser encontrado, es donde la actitud del cliente toma uno de dos caminos: o bien olvida el asunto y se resigna dócilmente a proseguir con su vida, sabiendo que se conformará con otro bar de los que en esta ciudad abundan por demás, o se obsesiona con el caso, y comienza a elaborar hipótesis más o menos formales o serias («¿Cuánto tiempo pasaría hasta que empezaran a dudar de su sanidad?», me preguntaba no sin cierta frecuencia). Estos últimos eran los que, posiblemente aún bajo influjo de la emoción del recuerdo, relataban lo vivido («supuestamente vivido», dirían algunos, no lo olvidemos), y quienes posibilitaron que yo conociera el misterio y que, en lo que en momentos de desesperación he llamado «un arrebato de inconsciencia» o la «obra de un capricho», me decidiera a investigarlo.

Pero, en general, tras enviar correos electrónicos a los dueños de los blogs y responder comentarios en foros y páginas web —generalmente haciendo una pregunta o pidiendo más detalles de lo que fuera que hubiera contado un usuario—, de las exiguas respuestas que recibí, ninguna me fue remotamente satisfactoria. De hecho, un sujeto me mandó a hacer algo mejor con mi vida en vez de andar preguntando cosas que «no tienen sentido»… o algo así; nuevamente, suele no ser sencillo traducir mensajes escritos imperfectamente.

Claramente no le hice caso al tal sujeto, como tampoco hice caso al hecho de que la información más reciente disponible llevaba ya más de dos años descansando en la red. Respecto de esto último, me limité a hipotetizar que simplemente no había habido novedades del caso dignas de mención, o que probablemente los interesados en él se habían resignado a someterse a la veleidad del bar en cuanto a la elección de sus visitantes, y no quise pensar que el bar pudiera haber cerrado, aun habiendo una multitud de causas posibles para quien quiera proponerlas… De todas formas, si hubiera considerado la posibilidad de que el bar ya no existía —quiero decir, que hubiera cerrado sus puertas, lo cual explicaría con simpleza el silencio de los investigadores, pero ahora pienso que pude haber pensado en aquella sazón que se podría haber probado la inexistencia del bar sin mi conocimiento—, habría tratado de hacerme cambiar de opinión a mí mismo, diciéndome que un bar de características sobrenaturales como aquél, de existir, debía ser resistente a las crisis económicas que, como es sabido, afectan a este país constantemente, o que ninguna montaña de impuestos de las que se quejan comerciantes y empresarios de aquí lo podría aplastar, o que sus dueños habían tenido dos años tranquilos, libres de problemas que les impidieran mantener el bar en funcionamiento.

Sea como fuere, y continuando con mi recuento, hace exactamente cuatro meses vine a este país y a esta ciudad a investigar por mi cuenta el fenómeno (algo más arriba me incluí arrogantemente dentro de los «investigadores»). Y sé que debería dejar pasar algo de tiempo antes de sacar conclusiones, pero también sé, mientras me veo deslizar lentamente hacia la impaciencia extrema con el conjunto de empleados de la aerolínea, siempre encorvado de sueño y de cara al tazón vacío, donde un exiguo remanente de café que ignorando las leyes físicas no se ha dejado escurrir hasta mi boca, dibuja una sonrisa inocente desde su fondo, que en ese momento me creía preparado para hallar respuestas cuando la realidad era otra. Sin manejar el idioma del país más que para chapucearlo al tratar de pronunciar sus peculiares consonantes —aunque siendo capaz de entenderlo moderadamente bien por escrito, y siempre y cuando no tuviera que lidiar con su extenso e intrincado sistema de conjugaciones, pero quién soy yo para criticar la gramática de idiomas ajenos—, sin tener un contacto o un conocido en la ciudad que pudiera darme un consejo o una sana advertencia y, una vez aquí, sin saber cómo ni dónde empezar a buscar… suena como obra de un capricho. Y quizás lo haya sido: hace exactamente cuatro meses yo me hallaba en un punto de mi vida en que estaba listo y dispuesto a salir a buscar una aventura; no lo pensé mucho y simplemente vine a este país a indagar por mi solitaria cuenta un misterio experimentándolo por mí mismo, y a través de la misma experimentación resolverlo, igual que cualquiera (y no sólo en mi país) decide ir a algún sitio lejano y desconocido de vacaciones. Pero yo anhelaba mucho más que ir al extranjero a recorrer paisajes únicos o atípicos, tomar fotografías, impregnarme de las costumbres locales tanto como el tiempo y el interés por ellas me lo permitieran, y al cabo de un tiempo estipulado de antemano regresar con agradables recuerdos en la valija y en la cámara. Todo esto se debe a que poseo un carácter un tanto distinto al de mis compatriotas. Pues, para empezar, y de modo más notable, no soy un hombre frío y colérico, ni alguien extremadamente práctico, como mis padres esperaban que fuera. Muy por el contrario, ya de joven manifesté una anormal sensibilidad hacia ciertos aspectos de la vida, alejados en mayor o menor medida de lo puramente racional, y por ello mis padres están decepcionados de mí, aunque mis inclinaciones fantásticas no me hayan desviado mucho del curso de una vida práctica corriente. Mas —volviendo al tema— tal vez no había elegido mi destino del todo bien; tal vez debí haber elegido otro misterio sin resolver, no necesariamente uno harto conocido, pero sí más… «mundano», por decirlo así; esto es, que no fuera de una naturaleza tan increíble, un desafío tan grande a la capacidad de comprensión de un simple individuo allende el océano (que, sin embargo, se ha referido a sí mismo como «investigador»…); un enigma frente al cual uno pueda armarse apropiadamente de metódicos experimentos y estudios, de una metodología cuidadosamente elaborada. Pero no lo hice y, para ser honesto, tampoco lo había considerado siquiera; en mi elección quizás tuvo que ver —debo admitir— una combinación de excesiva confianza y de subestimación del trabajo a realizar, porque, si la solución al misterio hubiera sido fácil de obtener, ¿no debió haber sido propuesta y aceptada antes de que yo decidiera viajar? Todo ello le puede suceder a cualquiera, y por eso concluyo a medias que no debería ser tan duro conmigo mismo.

De modo que vine y, una vez arribado a este país, y después de conseguir alojamiento, mi primera medida fue tratar de contactarme con aquellos que afirmaban haber estado en el «Bar 404» para que volvieran a dar testimonio de lo vivido y para que yo pudiera hacerles preguntas personalmente, de modo de enriquecerme de detalles y datos que me fueran a ser útiles en la investigación. Incluso ya tenía preparadas algunas de esas preguntas que imaginaba podían surgir. ¿Qué estaba haciendo usted cuando se topó con el bar? ¿Estaba solo o acompañado? ¿En qué sitio lo encontró? ¿A qué hora del día ocurrió? ¿Cuánto tiempo estuvo? ¿Cuántas personas más se hallaban en el lugar? ¿Reconoció a alguien, fuera cliente o empleado? ¿Volvió al bar luego de esa vez? ¿Intentó hacerlo? ¿Algún conocido suyo ha ido también? ¿Tiene alguna prueba física de que ha estado allí, como un ticket o un folleto? ¿Una fotografía, quizás? ¿Ha tenido alguna sensación anormal estando allí dentro? ¿Ha visto ocurrir algo inusual, incluso paranormal, antes, durante o después de su estadía en el bar? ¿Qué es lo que más le llamó la atención acerca de ese lugar?

Con esa lista en la primera hoja de este mismo cuaderno de viaje fue que salí a investigar, sediento de respuestas. Era consciente de que, si recorría las bulliciosas y caóticas calles de la ciudad, con el tiempo irían incrementándose las probabilidades de tener un golpe de suerte y encontrarme de pronto frente al bar, o de que tarde o temprano habría de encontrar personas que supieran del fenómeno y que estuvieran dispuestas a hablar de él, como así también era consciente de que aquélla iba a ser una auténtica búsqueda de una aguja en un pajar. Comencé dirigiéndome a los pequeños bares añejos, típicos de la zona céntrica de esta ciudad, que es donde creía que suelen acumularse las historias extrañas (cuanto más lúgubre u oscuro el local, tanto mejor la juzgaba para mis propósitos). Yendo por las calles, no dejaba de mirar con atención los letreros en aquellos lugares por los que pasaba, en busca de alguna anomalía que habría de quedar en evidencia ante mis ojos, pero que una parte de mí temía no ser capaz de reconocer. Aprovechando mi pericia en el consumo de bebidas alcohólicas, cosa en la que no había traicionado al ser nacional, durante los primeros días concurrí a todos los bares que pude, sobre todo por las noches, luego de extensas caminatas sin dirección fija, guiadas por mis ojos escrutadores; empezaba siempre por ojear nada distraídamente el interior del local elegido, y luego sentarme a la barra para tratar de dar charla al barman u ocupar un asiento lo más cerca posible de algún grupo de personas que se vieran como si conocieran historias de su ciudad; en uno u otro caso, fácilmente establecía una conversación y me esmeraba por conducirla hábilmente hacia donde me interesaba, impostando a veces una actitud atenta e interesada hacia mis interlocutores de turno, en especial si —como ocurría a menudo— no comprendía qué me estaban diciendo. Era un trabajo con mucho de estratégico… y con algo de contingente análisis, algo que acá, creo, llaman «emoción»: entrar cada vez en un sitio desconocido, saborear instantáneamente su fisonomía, recoger y probar con los ojos uno a uno los detalles que hacían a su identidad, predecir si aquél era un buen sitio para indagar o si, por el contrario, lejos iba a estar de proporcionarme respuestas o pistas siquiera. Y luego, por supuesto, el degustar las especialidades de la casa, sin poder evitar hacer comparaciones con lo ya conocido por mí; hallar sápidas sorpresas o insulsas decepciones burbujeando en un vaso de cristal que reflejara mi rostro siempre enigmáticamente expectante.

No tardé mucho en desanimarme debido a la falta de resultados. Entre quienes frecuentaban los bares y cantinas que visité, quienes no arrugaban el rostro ante la mención del dichoso bar por jamás haber oído hablar de él se reían en mi cara. «¿De verdad creés en esa historia?», me decían los últimos. Eso me sucedió unas tres veces.

No obstante, pese a estar un tanto desanimado por el pobre comienzo de mis investigaciones, no me di por vencido. «Las primeras pistas no deberían tardar en aparecer», me decía todas las noches al regresar al diminuto departamento que alquilaba, aferrándome a un optimismo nada insignificante. En un par de ocasiones, hasta creí soñar con el dichoso bar, pero incluso en mis sueños éste se mostraba elusivo: me veía en claustros que, detalles oníricos o surreales aparte, aparentaban ser el bar, pero no veía en ellos nada realmente raro, nada que no cuadrara del todo en la realidad. Poco después, tras meditarlo apropiadamente en un bodegón frecuentado por hijos de inmigrantes, opíparo almuerzo mediante, decidí mudarme a un lugar más económico en un barrio residencial. Con esta medida esperaba poder ahorrar dinero —siendo que estaba claro que mi estancia habría de alargarse más de lo previsto, y que hay sitios muy económicos, como las casas de familia, donde por un par de merkels a uno le brindan generosamente techo y comida—, cambiar de aire, y ampliar mi búsqueda, llevándola a otros rincones de la ciudad. Así fue que pasé a ocupar una habitación en la casa de una mujer que ya tenía otros inquilinos bajo su techo. A éstos apenas llegué a conocerlos.

La primera noche que pasé en la casa de la mujer abrí el cuaderno de viaje, en el que no había llegado a completar tres carillas, y me senté a reformular mi estrategia y a hacer cálculos muy seriamente. La ciudad es demasiado grande para recorrer a pie todas sus calles con sus infinitos recodos, y el meterme a todos los bares era económicamente inviable mientras no generara ingresos por mi cuenta, aún en el caso de que fuera posible hacer aquello disponiendo de todo el tiempo necesario. Mientras tanto, hasta que del magín me surgiera una idea innovadora, con el correr de los días me volví uno con el barrio, habiendo consumido con voracidad los detalles que hacían al todo en lo que a paisaje y a habitantes se refiere. Pensaba que si lograba captar una anomalía o discontinuidad en la realidad, ello me llevaría a una pista, o comportaría una pista en sí misma. De día y de noche caminaba las calles del barrio, explorándolas como mis antepasados lo hicieron con continentes lejanos y por entonces desconocidos, muchos siglos atrás, conducido hacia uno u otro lado por lo que mis ojos me permitían ver, detrás de lo extraño y de lo oscuro, si mi humor era descuidadamente aventurero, o con la cautela de un cazador o de un testigo en medio del bosque, si no me sentía seguro en algún lugar, pero generalmente con una impavidez innata y un optimismo escondido tras el ciego convencimiento de que quien busca termina por encontrar, lección grabada a fuego en mi mente desde pequeño, y pretendiendo guiarme por una brújula de intuición. Y no dejé de concurrir a los bares y establecimientos afines: habiendo dado por terminado mi ciclo de visitas en el centro, continué mi búsqueda en otras zonas donde se acumulaban aquellos.

Sin embargo, los días pasaban y nada que fuera memorable para mi proyecto ocurría. Sí conocí a mucha gente y me pasaron cosas muy dispares; fui bienvenido y casi echado de lugares, fui escuchado con suma atención e ignorado olímpicamente, fui tomado por sabio y por estúpido, por bueno y por idiota, fui agradecido calurosamente e insultado con horribles palabras hilvanadas en el momento. La gente aquí es muy mansa y pacífica, pero también impaciente y nerviosa; corre de un punto a otro o anda parcamente, sólo moviendo las piernas y dejando el resto del cuerpo inmóvil; es sensible y compasiva con el más pequeño de sus semejantes o va cegada por el egoísmo, pisoteando al prójimo; es expresiva, original y ocurrente, como los artistas —quizás todos aquí lo son, cada uno a su manera—; es alegre, expansiva, cínica y grosera —pero, sobre todo, ansiosa—, y suelen confundir la reserva con la malicia y la vehemencia con la sinceridad. Así las cosas, a fuerza de interactuar con dulces personas de buen corazón y con auténticas bestias bípedas que hablaban el idioma peor que yo fue que seguí aprendiendo a comunicarme y a moverme dentro de la ciudad. Y aprendí también a viajar de un punto a otro, a saber en qué rincones meterme y cuáles evitar, con quién hablar y con quién no. Y todo era muy útil para mí, e imagino que es el objetivo de cualquier persona que se decide a pasar un tiempo relativamente prolongado en el exterior.

Y cierta vez, oí a alguien en la calle decir: «Estas cosas siempre pasan cuando no las esperás». Volteé la mirada hacia la fuente de aquella frase, y vi que le hablaba a quien caminaba a su lado, pero bien pudo habérmelo dicho a mí. Más tarde ese día, meditando acerca de los no-avances de mi proyecto, se me vino a la mente lo que había oído y se me ocurrió que tal vez estaba encarando el asunto de la manera equivocada. Si aquella persona tenía razón, yo estaba haciéndolo todo al revés. Pero, si ello era cierto, ¿cómo dar vuelta la estrategia para que quedara del derecho?

En ese momento, la dueña de la casa donde me alojaba golpeó la puerta suavemente, pero eso bastó para hacer que mis pensamientos se desvanecieran en el aire sin dejar rastro, al tiempo que mis orejas se erizaban del susto. Abandoné mi cómoda postura para abrirle y posibilitar que me pidiera que apagara la luz, que eran las dos de la mañana y yo seguía despierto, meditando.

No sé si fue que la oscuridad me ayudó a ajustar el foco en el objeto de mis cavilaciones, pero pronto recordé que todos los supuestos clientes afirmaron haberse topado con el bar «por casualidad», y que, al querer volver a él, no lo habían hallado. Eso significaba que no era posible encontrar el bar si se lo buscaba activamente, y concluí que, por lo tanto, la única forma de hallarlo era buscándolo sin buscarlo —esto es, no-buscándolo—. Porque, si bien es cierto que quien busca encuentra, también es verdad que a veces no se halla a quien no quiere ser hallado.

Aquella sería una propiedad muy extraña de aquel bar, pero ¿por qué no podría ser cierta? ¿Sólo porque sonaba demasiado insólito, o porque no se conocía nada igual? ¿Y no era todo el asunto demasiado insólito, de todas formas, y no se conocía nada igual a aquel?

Esa noche decidí que, en adelante, intentaría no-buscar el bar, más que nada porque ya no veía alternativas, que todo lo demás había fallado, y que a una última esperanza había que aferrarse; mientras algo pudiera intentarse, debía ser intentado. Además, aunque en ese momento no lo había descubierto aún, empezaba a tomarle cariño a ciertas cosas en este país…

Antes de iniciar mi plan, sin embargo, surgía una pregunta obvia: ¿cómo se busca sin buscar? La respuesta más simple era que yo debía andar por la ciudad sin pensar en el bar ni en nada acerca de este nuevo plan, y que, tarde o temprano, me toparía con él. Pero, si bien en ese punto de mi estadía yo ya había dejado de observar con atención todo cuanto me rodeaba (de todas formas, uno nunca puede llegar a verlo todo de una vez), de modo que me permitía relajar la mente durante mis caminatas, poner en práctica mi nueva estrategia resultó mucho más difícil que planearla, infinitamente más difícil. Al principio no podía dejar de pensar en lo que no debía pensar. Así, una parte de mí mismo parecía interferir con mi plan adrede. Tuve que aprender a abstraerme en mis paseos sin rumbo por breves momentos, viendo sin ver por dónde andaba, ignorando todo aquello que pudiera absorber mi atención (salvo que pudiera ser importante, como un semáforo o los gritos y corridas de la gente). También dejé de ir a los bares, e incluso empecé a evitar los restaurantes, y me preparé mi propia comida con más frecuencia. Pero siempre que regresaba a la habitación que alquilaba tenía que reconocer que nada había cambiado, esto es, que nada había ocurrido, que el plan no estaba dando frutos. Tras un par de semanas sin ningún resultado, sentí perder las energías para seguir adelante. La señora de la casa, además, empezaba a recelar de mí; se habrá preguntado quién era ese extranjero que había llegado al país a hacer turismo fuera de temporada y por un tiempo excesivamente largo, que pasaba casi todo el día afuera, que regresaba muy tarde por las noches —en ocasiones, al principio, montado en una nube de alcohol—, y que el poco tiempo que pasaba en la casa permanecía recluido en su habitación, sin hacer ningún ruido, como no existiendo.

Solía considerarme una persona que termina lo que inicia, y que no descansa hasta lograr su objetivo, pero las ganas del bar de huir siempre de mí ya me estaban derrotando; ya veía más claramente el rostro del fracaso, y en él se volvía cada vez más nítida una mueca burlesca y cruel…

Y, para empeorar las cosas, mis bolsillos ya enflaquecían peligrosamente. Pedí dinero a mi padre, pero él, no comprendiendo qué hacía yo todavía en este país, rápidamente expresó sus reparos. Yo no cedí tan fácilmente y terminamos negociando: logré después de una extensa discusión telefónica que me enviara lo suficiente para mantenerme por un mes más (alquiler y comida), y a cambio yo prometí usar el dinero que me quedaba para reservar el vuelo de regreso.

Apenas mi padre colgó el teléfono, yo me acosté en la cama y procuré idear un último plan para atrapar al huidizo bar. Buscarlo no había resultado, no-buscarlo tampoco, nadie había sido capaz de —o no había deseado— colaborar con la búsqueda… Una sola cosa quedaba por hacer.

Salté de la cama y reservé el primer vuelo disponible hacia mi país.

Eso ocurrió ayer mismo.

Y así es como llegué a esta situación, en la que ahora debería estar en pleno viaje de regreso a mi patria, pero no he podido embarcar debido a la huelga de los empleados de la aerolínea, que no permite que despeguen los aviones. Sólo resta esperar a que aquellos trabajadores se cansen de protestar y vuelvan a sus tareas.

Pero, de pronto, en el nublado y borroso espacio que de forma pasajera y variable se abre y se cierra entre mis párpados soñolientos, creo advertir una idea bosquejarse en el fondo del tazón —una idea enigmática y colorida que conscientemente no puedo descifrar, y que sólo puedo comprender al verla—. No bien su significado se me hace evidente, un deseo desesperado de capturar esa escurridiza idea y traerla a la realidad consciente me invade; mis extremidades empiezan a temblar, y luego es todo mi cuerpo el que siento sacudirse; mi boca se ha congelado, lo que me impide emitir sonido alguno —lo que es bueno en tanto no provocará que llame la atención de la gente, pero a la vez es malo en tanto me impide expresar la profunda emoción que estoy experimentando—, y creo que mis ojos están cerrados, pero aun así veo, veo cosas. Veo un sendero de tierra gris que se abre paso entre matorrales de un verde brillante hasta el horizonte, que mi cerebro decodifica como la avenida por la que he venido al aeropuerto. Sí, mi mente se ha desconectado de mis sentidos —¡esto ha de ser una epifanía, como las que de vez en cuando, hace muchos siglos, tenían los pacíficos, sencillos y profundamente religiosos habitantes rurales de mi país!—. Entonces, mi visión me lleva a cierta calle de la ciudad. He pasado varias veces por ahí, en mis largas caminatas vespertinas, cuando la benignidad del clima y mis ansias exploratorias disimulaban mi decepción por no haber estado hallando pistas. Hay, en esa calle que mencioné, una pared oscura —parduzca o sólo del color del humo— y dos puertas de un verde acuoso, sin picaporte y siempre cerradas… salvo una ocasión en las que las vi apenas entreabiertas. Y esa vez no puse el ojo; no atiné a espiar el interior de ese lugar; ¿cómo puede ser que no se me hubiera ocurrido hacerlo? Y ahora me levanto bruscamente; debo ir a ese lugar; mi epifanía me lo dice sin palabras; debo acudir a ese sitio antes de que se levante el paro de empleados de la aerolínea y mi vuelo parta por fin.

Llego al lugar en cuestión, agitado, sudoroso. Me detengo de cara a las puertas verde agua, a ambos lados de las cuales se extienden metros cuadrados de pared sin ventanas, y pintadas de modo no uniforme, hecho que uno advierte al acercar la vista. Las estrechas puertas parecen cerradas, pero hay entre ellas un espacio con la anchura justa para que un ojo pase a su través, y oscuridad plena al otro lado. Sin perder tiempo, meto los dedos de una mano en la rendija, y traigo hacia mí uno de los batientes, y luego, con la otra mano, traigo el otro. Comienzo a comprenderlo todo; siento que ya lo sabía todo incluso antes de venir a este país. «¿Qué clase de persona pinta sus puertas de verde agua, y las paredes del color de la tierra quemada?», pienso. Era una señal tan simple, que me estaría sintiendo un imbécil de no estar preparándome para saborear el indescriptible éxtasis que suele acompañar a las epifanías. Mientras tanto, conforme las puertas se abren, la luz de la mañana se abalanza sobre la oscuridad de la estancia frente a la cual estoy, le da forma de nube y finalmente la disuelve. Entonces el sol se retira del cielo, y se encienden potentes luces azules en la misteriosa estancia. Caigo de rodillas, maravillado, arrobado; extiendo los brazos por completo y me consagro a la göttliche Barmherzigkeit1Divina Misericordia —como dice mi padre— y a la espirituosidad del recinto.

«¿Y quién dice que un bar tiene que tener un letrero? ¿Es que acaso no pueden existir los bares secretos o los clandestinos?», algo piensa en mi mente, que ya no me siento dueño de ella, tal vez por haber abandonado la necesidad de una mente, que ahora sólo hay que vivir el momento.

Tras un solitario segundo, me pongo de pie y entro triunfalmente en el lugar. Los rayos azules y blancos que surgen de las esquinas atraviesan la penumbra que, de otro modo, sería absoluta. Muy rápidamente mis ojos se acostumbran a las peculiares condiciones de visibilidad, y así empiezo a distinguir, una a una, siluetas con forma humana, patas rectas y paneles que forman mesas y sillas… y al fondo, un larguísimo mostrador —la barra, sin lugar a dudas—. Es el momento más feliz de mi vida. Mi arduo trabajo finalmente ha rendido sus frutos, por más que hayan tardado un buen tiempo en aparecer, pero bien que ha valido la pena todo lo que he vivido en los últimos cuatro meses, y cada peso gastado ha servido para comprar este instante de suprema dicha, y no me quejo de nada. Avanzo con lentitud por el salón, dejando que más detalles del ambiente se materialicen: las luces de navidad alrededor de las mesas, la niebla a ras del suelo, una carta suspendida de un hilo transparente, la atmósfera cargada de aromas extrañamente familiares, mas no del todo reconocibles —flotan transitoriamente delante de mí el jarabe de apagón, el «vino pizzero», la esencia de caracol—. Suena una música extraña, de notas que se derriten en contacto con el aire y vuelan de aquí a allá aletargadas. Parece el interior de una nave espacial; casi puedo ver a los extraterrestres detrás de la barra preparar cócteles de otro mundo; de esta manera y sólo de esta manera aceptaría ser abducido por ellos.

Tomo asiento en la única mesa libre —una mesa de madera rústica pequeña y cuadrada, donde alguien ha dejado un tazón de café vacío—. Extraigo una servilleta del servilletero: tiene impresa la leyenda «Bar 404» en letras negras. De inmediato, una mano blanquecina y de largos dedos aparece frente a mis ojos, sosteniendo grácilmente un platillo con un objeto cónico, de superficie argéntea, lisa y brillosa, que deposita delante de mí con delicadeza. Giro un poco la mirada y hallo a una mujer joven vestida de blanco y marrón.

—¿Qué es esto? —le pregunto.

La camarera me sonríe.

—Esto es un calamar lunar —responde amablemente y en mi idioma.

—Pero…

Adivinando mi pensamiento, la muchacha dice:

—Va por cortesía de la casa.

Profundamente conmovido, sólo atino a decir:

—Gracias, muchas gracias.

—Los agradecidos somos nosotros.

Tomo la cucharilla que han dejado junto a la taza de café y la hundo en el plato, y con un movimiento mesurado y curvo de mi muñeca arranco un trozo de lo que deben ser las entrañas del calamar lunar: un racimo de grumos gelatinosos negruzcos. Muy despacio elevo la cucharilla, para evitar que la comida caiga, y abro la boca hambrienta de respuestas.

—Usted tiene un vuelo, ¿no es cierto? —me pregunta de pronto la camarera, quien no se ha apartado de mi lado, creí yo que para oír mi opinión de la comida.

Recuerdo el vuelo, y me mortifico. Las entrañas del calamar caen secamente sobre la mesita. Tanto lo he deseado, tantas cosas he hecho para llegar aquí, tantos kilómetros he viajado y a tanta gente he importunado, que el que deba marcharme prematuramente, sin oportunidad de empacharme con las particulares especialidades de la casa ni de henchirme de satisfacción por estar viviendo una experiencia sobrenatural, vedada a la gran mayoría de los mortales, se me antoja la mayor injusticia de todos los tiempos y de la vida.

—Sí —repongo entristecido—. Se me hace tarde…

La camarera mira a algún punto lejano.

—Los pasajeros ya están embarcando —observa ella.

Sus palabras causan que yo entre en una mezcla de pánico y desesperación. El éxtasis me ha abandonado demasiado rápido, de una vez.

—No, por favor —y me pongo de pie para hablarle a la joven a la cara—. Sólo un minuto más.

Pero las siluetas humanoides comienzan a desdibujarse con prisa, y los haces luminosos se extinguen uno por uno.

—Señor, se le hará tarde y perderá su vuelo…

—No —insisto, cayendo de rodillas; me aferro a su delantal y luego a las mangas largas de su uniforme; luego echo un rápido vistazo a un lado, a la gente que se dirige aliviada e indignada por igual a las terminales—. Un ratito más, no quiero irme todavía, por favor, göttliche Barmherzigkeit, sólo un ratito más…



1 Divina Misericordia. < <