Visiones de una ciudad más allá

· · · ·

Alguien

Rompe el día, y le encuentra en vigilia —es lo único que lo está en esta ciudad nuestra que, pese a que de ella se dice que nunca duerme, en realidad es como una bella mujer sin párpados, trágicamente incapaz aunque quisiera de cerrar sus ojos—.

Vaga por las calles frías y neblinosas de invierno, y por los bulevares ventosos y luminosos de verano, flanqueados por tilos o plátanos, sin interés de entrar en casa, local comercial o edificio público alguno. En ningún lugar se le espera, justo como debe ser; a ninguno de aquellos lugares pertenece. Siempre está de paso, nunca detiene su marcha; cruza los puentes en silencio y observa desde las alturas de balcones y terrazas seres atareados, en constante circulación, como hormigas en un terrario, enfrascados en sus labores y deberes rutinarios, tan distantes y empequeñecidos que le daría lo mismo estar viéndolos desde una nube.

Es alguien (pero este término es inexacto) que va sin dejarse ver; quizá no es posible verle, quizás nadie es capaz de poderle ver. Pero se presiente un tipo de presencia en las laberínticas callejas y en las anchas avenidas de nuestra ciudad, eso es indudable, por más que sea imposible para la gente darse cuenta de que alguien ha pasado. Es que allí por donde pasa no deja rastro físico de sí, y es perceptible sólo para quien sepa prestar atención.

Así, por ejemplo, cuando vas al centro un día de semana para tus inevitables, ineludibles e insufribles trámites burocráticos, y caminás por sus estrechas veredas en hora pico, cuando las calles están atestadas de transeúntes y para avanzar debés atravesar la multitud, buscando el siguiente espacio para pasar, esquivando gente, también le esquivás, que le ves menos que a los demás. Y aquél te esquiva a vos o, en el mejor de los casos, te cede amablemente el paso, indicándote (es decir, dejando que halles) por dónde ir. Pero no le ves porque no tiene rostro ni cuerpo ni hace ruido, ni proyecta sombra alguna pues es —tal vez— una sombra que se oculta tras las espaldas de los peatones y se entrevera con los vehículos sin poder ser jamás arrollado por ellos.

Si uno cree llegar a verle, disuelve su rastro a la vuelta de la primera esquina, o se eclipsa detrás del primero que ande en dirección contraria, sin dejarse atrapar en el campo visual de uno, ni fijarse en sus retinas.

Si hacen algún ruido sus pasos, o si pronuncia palabra alguna, cualquier vibración del aire se funde en las caricias del viento, se envuelve en el murmullo de las hojas de otoño o de las copas de los árboles de primavera, o en el tímido arrullo del río, o la ahogan las inconscientes voces de los sonámbulos que van de un lado a otro, o el ruido de los vehículos yendo igual de dormidos que los viandantes, sin rumbo fijo último, pero más rápidos, impacientes y ruidosos que aquéllos.

Suele manifestarse, no obstante, a través de una sensación particular, comparable a la que se tiene al percibir una presencia fantasmal pero incierta, al creer que hay alguien a espaldas de uno, siempre repentina e inesperadamente, aunque otras veces se le percibe con un débil —casi siniestro— escalofrío, sobre todo cuando uno está en soledad y en silencio, tranquilo, relajado.

Por añadidura, es capaz de aparecer en sueños, o en visiones incomprensibles que duran fracciones de segundo, y que se olvidan tan pronto uno advierte que han acaecido, lo que suele llevar a uno a desear haberles prestado atención. Puede que no se manifieste o se revele como es, sino que tome prestada una forma, una apariencia indefinida y ambigua para hacer posible que se le vea de alguna manera. Y no sólo se esfuma entre la inextricable niebla onírica, sino que también se oculta en los huecos de la memoria de uno: cuando no lográs recordar quién ha hecho algo, a quién has visto aquella vez, de quién has oído aquello tan importante, siempre fue aquél, ese «alguien» tan indeterminado como huidizamente omnipresente. Le sucedió a una amiga mía que se despertó cierta vez por la mañana, y de inmediato le asaltó una especie de evocación: una parte de sí estaba convencida de que había pasado la noche con cierto hombre que habría sido su amante, pero no podía recordar quién era, ni asegurar que el hombre hubiese existido para empezar. Quiso creer, sin embargo, que existía y que lo conocía; no obstante, su presunta amnesia porfiaba en esconder la identidad de aquel hipotético amante y, para colmo de males, tampoco mi amiga halló rastro de la presencia de hombre alguno: ni una huella de su cuerpo entre los pliegues de la sábana, ni el aroma de su colonia extinguiéndose en el aire de la habitación cerrada, ni un objeto olvidado antes de partir furtivamente, acaso para siempre (cada cosa que mi amiga hallaba delante de sus ojos era de su propiedad; esto es, nada que no fuera suyo había en su casa), y definitivamente ningún mensaje en el teléfono. Mi amiga llegó a creer que tal vez había alucinado el encuentro nocturno, o soñado con aquel hombre, mas sin ser capaz de recordar el sueño. Y, ¿quién sabe?, es posible que alguno de los dos escenarios haya sido el caso.

Es quien aparece —siempre invisible, sin embargo, insisto— para responder cada vez que alguien alza la mirada al cielo y pide a Dios, a Alá, o a la deidad o espíritu que sea. Es el brazo ejecutor de todos ellos para conceder o denegar, para hacer, deshacer o no hacer. Puede decirse que tiene voluntad propia, o libre albedrío, como cualquiera de nosotros, pero queda de lado en estas situaciones, pues pasa a ser prescindible e innecesaria. Y no podría ser de otra manera: no le corresponde interponerse en el camino de una voluntad superior, ni reemplazarla en su deber.

Es también aquél que llama por teléfono y de quien, cuando atienden, sólo se oye una tenue —casi inaudible— respiración; esta respiración es su voz dando un mensaje de suma importancia: cuanto más débil el sonido, más importante lo que dice. Nadie lo comprende.

Por otra parte, de vez en cuando visita a la gente que tiene problemas de memoria y que olvida dónde deja las cosas, y que después asevera quejosamente que las movieron de su lugar cuando la realidad es que dejó las cosas en cuestión en un sitio que no puede recordar. Bien, aquél es quien mueve las cosas de lugar de esa gente, para que sus quejas no estén siempre injustificadas, para que de vez en cuando tengan la razón.

Y cuando estás en soledad, en una vivienda que no sentís tu hogar, en un lugar de trabajo que deja de parecer tal a altas horas de la noche, y comenzás a escuchar ruidos extraños e inquietantes por lo desconocido de su origen… no es aquél de quien provienen aquellos ruidos, pero sí, en ocasiones, es quien elige los instrumentos que los generan y administra los silencios que los separan, quizás con el objeto de que te vuelvas consciente de que no estás solo, que alguien que no podés ver te hace compañía… o que en realidad sos vos quien le hace compañía a ese «alguien»…

Sabe de su limitación, no obstante, a moverse en el entramado que recubre lo manifestado, lo superficial, lo visible… lo material, si se quiere. Es incapaz de permear hacia lo que hay debajo de nuestros pies de la misma manera en que no puede siquiera soñar con trasponer el firmamento y conocer lo que hay más allá de él. En lugar de aquello, debe cuando mucho conformarse con ocupar los intersticios arcanos que llenan la realidad allá donde nuestros ojos no están mirando, cruzando su camino con el de otras «sombras existenciales», suspendido en el éter que todo lo impregna, desconociendo la para otros implacable tiranía de las agujas del reloj…

Y si me permito afirmar todas estas cosas acerca de ese «alguien» es porque le he seguido el rastro personalmente. Empecé por verle en el espejo (verle como se puede ver a alguien de su naturaleza), observándome a su modo desde el universo que se extiende detrás de su superficie límpida, cristalina, para desaparecer un instante más tarde. Luego me di cuenta de que oía mis conversaciones telefónicas, por más que no fueran de su particular interés —a través de ellas no me conocerá más que cualquiera de mis vecinos— y que nada podría hacer al respecto, por lo que pienso que se entromete de alguna manera en las comunicaciones tan solo porque tiene la capacidad o la voluntad o la oportunidad de hacerlo. Y, como aún no me ha afectado en modo alguno —no que yo haya podido advertir—, no he hecho nada al respecto y, por lo tanto, le he dejado escuchar en paz. Pero también es cierto que no sabría cómo establecer un contacto directo con aquél… Pensé en escribirle una nota y dejársela en algún lugar, como la cómoda, pero ¿sabrá que es a quien va dirigida, cuando ni siquiera tiene nombre? No podría llamarle aludiendo a su aspecto o a sus señas particulares aun si así lo quisiera, pues no tiene aspecto, no posee una apariencia definida. ¿O habría de decirle «Eh, sombra difusa, vení para acá», o «Cosa diáfana, qué es lo que sos»? No quisiera ofender gratuitamente a alguien a quien no conozco… Tampoco es que ande por aquí a menudo —no frecuenta mi hogar más que mis amigos—. ¿Debería, pues, empapelar la ciudad con mensajes del tipo: «Está bien que leas mis conversaciones telefónicas, pero no estés planeando algo contra mí»? De nuevo, ¿tendrá interés en leerlos? Y, si se dignara a leerlos, ¿les hará caso? Y, más importante, ¿acaso las sombras impersonales leen, escuchan, ven? Quiero decir, el hecho de que interactúe —a su modo— con nuestra realidad ¿implica necesariamente que posea o sea una consciencia, o es más bien una especie de fenómeno, que sólo ocurre y ya? Podría continuar formulando preguntas de este tipo e ingeniando elucubraciones tan fantasiosas como innecesarias, pero para no desviarme del tema me limitaré a decir que sólo por no saber su nombre es que no he intentado establecer un contacto; ni siquiera hablarle en voz alta tan pronto su paso se me hace evidente. Reitero: sus apariciones a medias son fugaces, no suele andar por mi casa, no le he percibido en los pasillos del edificio donde vivo, y no me pondré a hablar o llamar a alguien de presencia dudosa en plena calle. Pero he aprendido a descubrir sus etéreas huellas, a saber cuándo aparece, cuándo se manifiesta, dónde ha de meter la mano y para qué. Puedo admitir que me ha llevado muchísimo tiempo llegar a conocerle —o creer conocerle—, pero me niego, me resisto, a decir cuánto tiempo; sólo pensarlo roza dolorosamente mi orgullo, por cuanto demasiado tiempo y energías he empleado en completar —al grado que lo he hecho— una empresa que nadie me ha pedido realizar. No obstante, pronto me despojo de toda sensación negativa, pues no he de rendir cuentas a nadie; nadie tiene que saber todo lo que he hecho por acercarme a aquel misterioso ser

Y cuántas veces he reflexionado acerca de cada aspecto de este asunto, como ahora, que me sorprendo mirando por la ventana. No pienso en esa «presencia ausente» como pensaría en otra persona; ni siquiera la pienso como una «persona». Es algo distinto, cuyo posible nombre o denominación se encuentra doblemente más allá de los límites del idioma —del vocabulario y de la gramática—. Por ello no le he dado un nombre, ni me refiero a aquél con algún término específico. Tal vez si la gramática de nuestro idioma fuera un poco más compleja-completa —lo suficiente para contemplar la posibilidad de esta clase de «entidades fenoménicas», si se quiere—, se le podría asignar al menos un pronombre de una cuarta persona. Sé que hay quienes creen que el concepto de una «cuarta persona» gramatical no es descabellado, y que engloba a los pronombres impersonales, como los que he estado usando aquí, sin mucho éxito a la hora de ofrecer un texto de lectura fluida. Y es que no puede ser de otra manera, cuando uno está acostumbrado acaso desde antes del nacimiento a dividir al mundo, a todas las entidades habidas y por haber, en tres personas: yo, tú y él o ella o eso, como si no hubiera nada ni nadie por fuera de esas categorías. Incluso a Dios se le ha incluido dentro de la tercera persona gramatical, equiparándolo en cierta forma a nosotros, a Sus creaturas, por más que Lo diferenciemos poniéndole mayúsculas en los pronombres. Sin embargo, hay quienes creen que Dios abarca a todo lo que existe, a nosotros y a todas las entidades habidas y por haber; en ese caso, si uno ha de pensarlo, como yo personalmente he hecho, quizás sería más apropiado asignarle la mística cero-ésima persona. Pero, tanto si Dios fuera el «Todo» (y más, mucho más, que la suma de las partes), como si fuera «incognoscible», no hay forma de referirse a «Él» correctamente, esto es, con un lenguaje terrenal. Sólo nos queda, en la medida que nuestra intención de superar las costumbres establecidas lo permita, acercarnos lo más posible a una forma más correcta de describir aquello que difícilmente puede ser descrito. Como este «alguien» que ha venido ocupando mis pensamientos obsesivamente desde hace… un tiempo; esa sombra invisible a la que, no obstante, parecen mirar las palomas que asolean sus plumas grises veteadas de un verdoso o rosado metálico allá en lo alto, en las cornisas de los edificios al otro lado de la plaza.

De momento, he renunciado a todo esfuerzo o esperanza de arrimarme un poco más a este misterio. En mi fuero íntimo me conformo con notar que ningún aspecto de mi vida ha sido influido negativamente, lo que, por otra parte, me ha llevado a dar por cierta una serie de suposiciones, muchas de las cuales pueden leerse más arriba. No obstante, sigo mirando atentamente la calle, busco reflejos anómalos en los espejos y paro las orejas cuando todo queda en silencio, y hablo muy poco por teléfono, tratando siempre de ser claro y conciso si he de ser yo quien inicia la conversación, y lacónico para responder preguntas, emitir una opinión o un parecer, o para saludar, todo esto sin mostrar acritud o contrariedad. Probablemente me tome molestias innecesarias al hacer estas cosas, cuando aquél debe operar a otro nivel, sin interesarse necesariamente por mi vida, es decir, que quizás amaga en hacerse presente en mi ella de manera fortuita, sin intención, observándome a través de la ventana del tiempo maquinalmente, como uno observa el paisaje al otro lado de la ventanilla de un coche. Acaso esté de viaje al sitio al que todos hemos de volver tarde o temprano: la nada, con un pie en el ser y el otro en el no-ser, dejando huellas en los puntos ciegos de nuestra conciencia.

Pero, aunque tal fuera el caso, eso no me impide preguntarme de vez en cuando si aquél es quien infla las cifras del censo, o si le dio un sorbo al vaso de cerveza que dejaron sobre la mesa sin que nadie lo advirtiera, o si compra aquellos libros que se agotaron, o si hace que se pierda lo que deba perderse y permanecer lo que deba conservarse… O si no seré yo «alguien» que va sin ser visto, que habla sin ser oído, que hace sin dejar huella, que existe sin que se lo advierta.